Los mayores prestidigitadores del mundo son los políticos de izquierdas. En octubre de 2019 empezaron unas protestas (espontáneas, por supuesto) en contra una subida del billete de metro en Santiago de Chile. Por un abracadabra, las turbas de vándalos y saqueadores se convirtieron en grupos de ciudadanos deliberantes que reclamaron la derogación de la “Constitución pinochetista” mediante una asamblea constituyente.
El presidente Sebastián Piñera, que había sido elegido en diciembre del año anterior en segunda vuelta con más de la mitad de los votos, cedió a todas las exigencias de las turbas y sus mandantes políticos. Aceptó que se sometiese a referéndum la derogación de la Constitución, vigente desde 1980, al margen de su procedimiento de reforma. Lo mismo que ocurrió en Venezuela en 1999, con la sorprendente diferencia que en Caracas la subversión constitucional la realizó Hugo Chávez, mientras que en Santiago la perpetró un presidente liberal y opuesto al bolivarianismo. Esta conducta de Piñera no sorprende tanto si sabe que era amigo y admirador de Mariano Rajoy.
En Chile se ha repetido lo que ocurrió con las Cortes Constituyentes españolas de 1931
El referéndum se celebró en octubre de 2020 y en él sólo votó el 50% del censo. En las elecciones para nombrar a la convención constituyente la participación ha sido aún menor, de poco más del 40%; y si descontamos los votos nulos y blancos, los válidos caen hasta el 38%. La “demanda popular” es, por tanto, perfectamente descriptible: un montaje entre los alborotadores y los medios de comunicación.
¿Qué ha ocurrido? En la ley electoral heredada de la junta militar presidida por Pinochet, la inscripción en el censo era voluntaria y el voto obligatorio, lo que mantuvo el censo prácticamente congelado durante muchos años. En 2011, el Congreso modificó la ley para hacer automática la inscripción y voluntario el voto. A continaución, el censo aumentó en más de un 50%, pero la participación se desplomó. En las dos elecciones presidenciales organizadas desde entonces, la abstención ha superado en ocasiones (se celebra en dos vueltas) el 50%. El asco de los chilenos con sus partidos y sus políticos es homérico.
Quizá el conocimiento de la nueva Constitución, con su anunciada plurinacionalidad, su economía social y su inclusividad, asuste lo suficiente
Lo que queda claro en estas elecciones de la Asamblea Constituyente, con todos los tópicos progres (paridad de sexos, escaños asignados a los ‘pueblos originarios’…) digeridos por el gobierno de centro-derecha, es que han ido a votar todos los izquierdistas, desde la democracia cristiana a los comunistas. Por el contrario, los derechistas han preferido quedarse en casa, porque son muy finos, no se mezclan en politiquerías y “aquí no va a pasar nada irreparable”.
Así, en Chile se ha repetido lo que ocurrió con las Cortes Constituyentes de 1931. Hace noventa años, la derecha española estaba tan desorientada y asustada que no fue a votar, con lo que el PSOE se convirtió en la minoría mayoritaria. De los 470 diputados ni la quinta parte era de derechas, fuesen monárquicos o republicanos. La consecuencia fue una Constitución sectaria, que excluía a la mitad de España y la ponía fuera de la ley. Y ya sabemos cómo acabó: golpe de estado socialista en octubre de 1934, manipulación de las elecciones de 1936, bandas de pistoleros en las calles y guerra civil.
Los chilenos de orden pagarán su desprecio a la ‘cosa pública’. Quizás el conocimiento de la nueva Constitución, con su anunciada plurinacionalidad, su economía social y su inclusividad, les asuste lo suficiente como para movilizarse para el referéndum del año próximo.
Apréndase también en las estribaciones de los Andes: si la gente no vota, gana la izquierda.