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Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.

La dificultad de ponerse serio

24 de marzo de 2023

Aunque no sorprendiera, ha sido comentada la actitud de Pedro Sánchez durante la moción. Atendió el discurso de Abascal con un mohín de divertido desprecio y en sus intervenciones brilló un cinismo jocundo, un jijajá, una tendencia a la bromita, la burla, la risa floja.

Pedro Sánchez es ya también un tono, una jocosidad ante la que es muy difícil, si no imposible, ponerse serio. El ponerse serio parece una proeza porque ¿cabe la seriedad entre dos si uno no quiere? Abascal se quería poner, pero frente a sí tenía a un líder chistoso y gamberrete.

Esto no es algo achacable a Pedro Sánchez, por lograda que sea su ejecución, su cinismo puro. En los días y semanas previos a la moción, el PP y parte de su mundo neuronal y mediático tendió también a la bromita. En esto hay capas. Una cierta derecha rechazaba la moción precisamente por poco seria, como si la seriedad fuera patrimonio del PP y estuviera encerrada en el rostro de Feijoo y antes en el de Rajoy, seres como salidos de un desierto de tedio y ennui.

Pero la bromita estaba también en el centrismo, peperizado de forma progresiva tras el lento final de Cs. La risa alsinesca, la ironía del ubertertuliano Amón (magnífico intérprete de la distensión informal con sus americanas con camiseta) y las bromitas de las plumas recién afrancesadas, en los juegos florales de la frivolidad parlamentaria, extendieron otro tipo de humor, no muy distinto a la ironía de la intelectualidad progresista. Aspiran no tanto a superarla como a ocupar parte de ese espacio. («¿Nos dais, a cambio de corrección, algo del poder de la risa, oh vates prisaicos?»). En cierto modo, la operación centrista es dejar de ser objeto del chiste para convertirse en sujeto chistoso. Escapar de la viñeta. Tratan de salir de la broma y se suman a ella incorporando la ironía. Así, el centro racional ilustrado y moderado hace gala de un característico tono de civilizada superioridad que recibió lo de Tamames con mucho aparato de ocurrencias.

El humor del Régimen ha sido cosa de la izquierda, con incrustaciones y matriz catalanas. Todavía se considera una referencia el Polonia de TV3, aunque sepamos ya que el humor de nuestra vida se acuñó, en gran parte, durante el pujolismo. Como el fútbol de toque corría paralelo a Negreira, el humor era pujolista y, especializado en señalar al carca españolista, triunfó también en Madrid. Con la extensión de las últimas televisiones privadas, las plataformas, y después, con las redes, el tono humorístico de viejoven en absoluto gracioso se hizo hegemónico y hoy pululan por los medios y por nuestra cultura humoristas fúnebres sin gracia alguna, monologuistas hamletianos del desenfado mas truculento.

Ese tono, enriquecido por el humor feminista (fértil en su resabio nuevo), ha sido y es el del PSOE, como si la ironía fuera un poder conquistado, una cierta hegemonía, y de ella participaran también los centristas, aspirantes al wit anglosajón y al minué versallesco. Podríamos incluir ahí, se vio estos días, la humorada biliosa y el astracán de Losantos, aunque esto sea otro tipo de humor.

Toda esa ironía se le aplicó mucho a Tamames y, más descarnada, más cínica, terrible incluso en la forma de su quijada y su mirada, la usó Sánchez para despachar el planteamiento inicial de Abascal. Un desprecio grosero, una broma hiriente. ¿No es la risa humillante la forma primaria que adopta la exclusión, el cordón sanitario infantil?

Por eso Vox, o cualquier forma de oposición, se enfrenta, en primer lugar, a un tono. Cualquier oposición parte del ponerse serio, y denunciar la gravedad de las cosas obliga a una seriedad que resulta imposible. Es como si no hubiese lugar, ni disposición, ni se admitiera la más mínima circunspección. La seriedad es extrema, desagradable, anticonsenso.

Ante la jocosidad oficial y la risotada convulsa de tontorrón, ¿qué hacer? ¿qué hacer ante un complot de la risa, de alumnos sublevados que se ríen del empollón y del maestro?

Parece claro que el poder actual (el poner aparente y nominal) se parapeta en el dominio de una cierta ironía. Mucho antes de la violencia está el dominio de la risita. Esa hegemonía del tono ¿se vence por número o por alguna clave de la inteligencia? Tamames quizás diera una pista: se salió del chiste con la autoridad de la edad y del conocimiento y con una cortesía mayor, elegante, inclusiva y transversal, del que mira desde arriba y desde mucho antes. ¿Se ha de tener 90 años para algo semejante? En Tamames no solo hablaron las generaciones y bachilleratos anteriores, también un tono que supo vencer al dominante.

Pasadas las horas, como reconociendo esa derrota, en las televisiones de Atresmedia surgían imitadores que trataban de capturar y reducir su figura. Los comicastros del Congreso no habían podido, y las fuerzas del Humor Oficial corrían al rescate para integrar a Tamames, olvidando sus advertencias de Sibila, en la gran corriente de la risa floja. Algo que más que hacernos reír disuelve las cosas y nos adormece en un enervante porrillo colectivo.

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