De los temas vetados de hecho, que no de derecho todavía, en los medios de comunicación españoles, el aborto es uno de los que más llamativos. En realidad, lo que se ha excluido del debate es la posición antiabortista. Por supuesto que para los partidarios no sólo hay cancha más que de sobra, sino que la ministro de Igualdad ya ha anunciado a bombo y platillo una reforma de la ley del aborto que «acabará con la necesidad del consentimiento paterno para las adolescentes de 16 y 17 años que quieran ‘interrumpir el embarazo’ (sic) y que promoverá la educación sexual, reproductiva y afectiva». Hay que reconocer que la izquierda ha ganado el partido —por ahora— en lo que se refiere al debate de las ideas. Expresión bastante estúpida, por cierto, porque ni hay debate ni hay ideas. Ése es su gran triunfo.
La técnica de caricaturizar al oponente e introducirlo en unas coordenadas lo más cerradas posibles -estar en contra del aborto es propio de fanáticos religiosos y ultraderechistas- ha sido efectiva. La ignorancia y la pereza mental han hecho el resto. Comprar comida precocinada es lo que tiene: es de pésima calidad, pero no da trabajo.
Huyamos de la caricatura, ¿qué tiene que ver la ideología -izquierda o derecha- con la defensa de la vida? Una de las mayores críticas sobre el aborto, por su vehemencia y su razonamiento crítico, se la escuché a Don Gustavo Bueno. Es evidente que el padre del materialismo filosófico no era ni creyente ni de derechas; sin embargo, se opuso frontalmente a la ley del aborto de Zapatero calificándola como «un síntoma claro de la corrupción ideológica y práctica de una democracia». Siguiendo la lógica de lo que él llamó fundamentalismo democrático -pocas expresiones he leído en mi vida tan acertadas- todo lo que apruebe la mayoría será bueno en sí mismo, porque el voto lo legitima todo. Es una especie de superstición democrática: el poder purificador del voto.
Es curioso que los partidos políticos que se autodeclaran más progresistas, son los que proponen unas leyes de regulación del aborto más amplias y brutales, presentándolas como las más modernas y defensoras de las mujeres. Como dijo Bueno, más que progreso esto supone «un regreso o un ‘retroceso reaccionario’ a la época de la barbarie». Una sociedad que banaliza el aborto, que lo trata como un derecho fundamental de la mujer y que lo ha convertido de hecho -en muchos casos como consecuencia de esta banalización- en un elemento más de planificación familiar es una sociedad decadente y abocada a su extinción.
Por otro lado, relegar el debate del aborto sólo al ámbito religioso induciría a pensar, en último término, que aquellos que no creen en Dios no tienen noción del bien y del mal, que carecen de ética y que a ninguno les importa la vida humana porque, al fin y al cabo, no tendrán que responder ante nadie por sus hechos. Es absurdo pensar esto, ¿no es cierto? Giuliano Ferrara es un ejemplo extraordinario de compromiso con la vida.
No se trata de creencias religiosas, sino de la constatación científica de que en el vientre de una mujer embarazada hay vida destinada a tener entidad propia
El aborto no es un asunto religioso y, por tanto, concerniente de forma exclusiva a la esfera privada de la mujer y del hombre -no olvidemos que el embarazo se produce por el concurso de ambos-. Para hablar de la muerte provocada al embrión o el feto debemos remitirnos, en primer lugar, a la ciencia que nos proporciona los datos necesarios para, desde el terreno ético y moral, tomar una postura racional y justa. Hablando de un modo grueso, la ciencia nos dice que el embrión no es un quiste que por arte de magia se convierte en un precioso bebé a los nueve meses. No se trata de creencias religiosas, sino de la constatación científica de que en el vientre de una mujer embarazada hay vida destinada a tener entidad propia e independiente de la madre.
Pero el punto de partido se lo han llevado de calle asimilando el aborto como un derecho inalienable de la mujer. El aborto es feminista. Es muy probable que de todos los argumentos que se puedan exponer a favor del aborto, éste sea el más falaz.
El feminismo es definido por la Real Academia Española (RAE) como un «principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre.». La mujer no aspira, según esta definición, a la supremacía sobre el hombre; por tanto, y en busca de ese principio de igualdad de derechos tampoco es dueña de la vida de otro ser humano. Como el hombre, la mujer es libre, dueña su vida -de la suya, no de la de un tercero por mucho que ella sea necesaria para su desarrollo- y responsable de sus actos en todos los sentidos. El aborto sería pues, atendiendo al origen del movimiento feminista y su razón de ser, una perversión del feminismo que, en su lucha por la igualdad de derechos entre todos los seres humanos sin distinción de sexo, debe respetar el primero de todos ellos: el derecho a vivir, sin el cual los demás carecen de sentido, porque conculcado el inicial jamás tendrán oportunidad de ser ejercidos los demás.
Si comenzábamos el artículo reivindicando poder hablar del aborto fuera de las coordenadas que nos han impuesto – la religión cristiana y la ultraderecha-, no podemos terminar sin afirmar que el aborto es ahora el principal dogma de fe de la nueva religión feminista, cuya diosa es la mujer, nueva dueña y señora de todas las cosas, cuyos deseos y conveniencias se han convertido en derechos fundamentales aunque sean incompatibles con los de los demás.