Será fácil no echar de menos el año en que aprendimos a saludarnos con los coditos. Si Dios quiere —con perdón—, en unos meses bastará con enseñar el antebrazo agujereado para que alguien vuelva a abrazarte sin la sombra de la sospecha. Incluso podremos pasear por la calle de madrugada, como cuando éramos libres, con la sensación que teníamos de niños al salir corriendo de clase a la hora del recreo. Silbaremos en la cola del supermercado, que es algo que siempre me ha parecido muy molesto, excepto ahora que nadie lo hace. Brindaremos con desconocidos, con la vana esperanza de que inviten. Y podremos estornudar a placer en el metro sin que nos ametrallen las miradas del pánico. Esos pequeños placeres robados.
No habrá ya excusa para librarse de tediosas reuniones poniendo una fotografía con cara de concentración delante de la cámara del portátil, porque las citas presenciales volverán a ser la mejor alternativa al trabajo. Aullaremos en los estadios y los bares y podremos arrojar vasos de plástico llenos de cerveza a nuestras estrellas del rock favoritas. Tal vez vuelvan las bodas griegas multitudinarias, y así la conga dejará de parecer la cucaracha, y el baile podrá terminar con las primeras luces del alba, con todos los invitados saltando vestidos a la piscina, como toda buena celebración cristiana que se precie.
Los jóvenes podrán volver a enamorarse y dejarse seis veces al mes, y ya nadie te pedirá fotocopia de la PCR por privado en Tinder, o como se llame el catálogo de jamones ese con el que los confinados quedan para contagiarse con las confinadas. Los famosos allegados regresarán a las comidas del domingo, y disfrutaremos escuchando otra vez sus historias de la mili, aunque nos las sepamos de memoria, que eso es lo de menos. Mientras, los mayores disfrutarán de nuevo de la partida en el bar, hacinados entre cristales empañados, como mandan los cánones del cafeterismo español. Y viajaremos de nuevo, al menos por España, admirándonos con la grandeza de lo que tenemos al alcance de las manos, porque tal vez ya no necesitemos irnos a la más perdida y exótica de las islas para realizarnos y esas cosas tan extrañas que hace ahora la gente cuando está triste, y no aguanta más, y siente que su vida solo tiene sentido sesteando bajo un cocotero con un daiquiri entre las manos.
Y viajaremos de nuevo, al menos por España, admirándonos con la grandeza de lo que tenemos al alcance de las manos
Volverán hasta las oscuras golondrinas y alguien, en alguna esquina vacía, montará un bar con la ilusión de 2015. Y se lo llenarán los amigos. Y saldrán de allí a las tantas, pensando en lo mucho que les va a doler la cabeza mañana en la oficina, pero que les quiten lo bailado, que en 2020 hemos comprendido como nunca la profunda maldad del refranero español. Y volverán poco a poco las procesiones —aunque haya que esperar—, y las grandes fiestas regionales, y las romerías y la juerga en las calles de los pueblos, y subiremos montañas inhóspitas sin mascarilla sin miedo a que en lo alto un tipo con prismáticos nos denuncie desde la montaña de enfrente.
Volveremos al fútbol, con sus aullidos y sus ingeniosos insultos al árbitro —cima del saber enciclopédico español—, y eso nos hará olvidar durante un rato las calamidades del Gobierno, la crisis, la vergüenza internacional. Pero será duro el despertar después. Porque cuando al fin tengamos tiempo para salir de la madriguera, para gastar en los comercios y en los bares, para encontrarnos con los que queremos e incluso con los que no queremos, miraremos de reojo el periódico, y tal vez seamos conscientes de que en estos meses ha habido dos golpes letales a nuestra libertad. Uno nos los ha dado el virus chino. Y otro, el Gobierno por debajo de la mesa. Ambos son golpes comunistas. Y entonces será la hora de reclamar al fin algo más que libertad de movimientos: tendremos que exigir libertad de pensamiento, de expresión y de conciencia. Necesitaremos para eso algo más que una vacuna.
Entonces será la hora de reclamar al fin algo más que libertad de movimientos: tendremos que exigir libertad de pensamiento, de expresión y de conciencia
Pero lo afrontaremos a partir de la semana que viene, a decir de Tip y Coll. Hoy aún podemos alzar las copas repletas para recibir el 2021 con la esperanza puesta en el resurgir de esta bella nación, que volverá a vibrar con la alegría que lleva en la sangre, muy a pesar de algunos de sus gobernantes, que la odian por cómo es, por lo que representa, y por lo que quiere ser. No habrá ya la excusa de la excepcionalidad para seguir mangoneando los pilares de la convivencia y de la nación, para seguir dividiendo y robando libertades. Tras la cogorza doméstica de Nochevieja, entonces sí, exigiremos la vacuna y la libertad. Las dos cosas. Que si recuperamos la alegría de vivir en libertad en España, tendremos dos cosas aseguradas para 2021: seremos más pobres, pero seremos más ricos.