Hay una España decente que no ha sucumbido a la matrix psicopática. Que mira con perplejidad el espectáculo de enterramiento de dinero público que son los Goya. Que se sonroja ante la recua de monos voladores que pululan narcotizados alrededor de un miserable y amoral Pedro Sánchez.
Queda una España no colonizada ideológicamente a la que no le sale la cuenta de la vieja, la de Pedro Almodóvar. El director de cine manchego trató de convencer a los incautos, ante un auditorio adicto a la teta estatal, de que el dinero recibido para la «cultura» (167 millones de euros) era «devuelto» (deficitariamente) en forma de impuestos y seguros sociales. Hay una España a la que Hacienda no le afloja previamente lo que luego tiene que tributar. Y que tampoco tiene sociedades en Panamá.
Pero los Goya de la marmota a lo suyo, que es refocilarse en lo soez, la omnipresencia de la vulgaridad, el sexo como principio y fin de todas las cosas, la transgresión adolescente, la reivindicación sistémica y subvencionada. El sectarismo que hace el juego a lo institucional, a lo antiespañol. Y justificar lo injustificable. La creación artística, por sí misma, no puede nacer hiperlegitimada. Necesita de un público para alcanzar la categoría de artefacto cultural. Aquello que lo perfecciona es el receptor, el espectador. El cine lo paga siempre el ciudadano, bien voluntariamente vía entrada o a través de microdonaciones, o bien obligado, vía impuestos, cuando el mecenas es el Estado. ¿Qué justifica imponer al contribuyente que financie a estos titiriteros sus vicios, sus offshores, o lo que es aún peor, sus películas?
La España que aún se autoinflige la penitencia de ver la Gala asistió indignada a la provocación chulesca de Sánchez luciendo el pin de la Agenda 2030 mientras recorría la alfombra roja —pasarela de subvencionados— a escasos metros del lugar en el que se concentraban algunas centenas de agricultores y ganaderos.
El campo se muere y con él nuestra autonomía alimentaria. Dependemos de otros países para abastecernos porque así lo han decidido políticas globalistas. Enésima renuncia al control de sectores estratégicos en favor de terceros países a los que no se les exige cumplir draconianas y absurdas legislaciones que sí operan para nosotros. La tierra, reposo de nuestros muertos, yerma. La España telúrica vaciada y repoblada con paneles solares.
Queda una España patriota, cabal, con entrañas, conmovida de dolor ante el asesinato en acto de servicio en la costa barbateña de dos guardias civiles cuya Zodiac, la goma, fue embestida por los narcos, jaleados por una desalmada hinchada, parte de la españa —o no— fallida, lumpen y en minúscula.
La España decente y doliente, la que no llama «fallecimiento» al asesinato, se ha retirado en oración y silencio, se ha cuadrado al paso de los féretros de Miguel Ángel González y David Pérez, ha presentado sus respetos a las familias y ha señalado al culpable último que, mientras tanto, aplaudía y reía insidiosamente en la Gala.
El pasado domingo supimos que queda una persona llena de dignidad, una viuda intempestiva, una madre desgarrada, una mujer a media asta con la impotencia en su estado civil, que sacaba voz de donde no tenía para mandar al ministro del Interior, Grande-Marlaska, a tomar por culo.