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Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

La España vaciada, pero no vacía

9 de agosto de 2021

Mi hijo Akela, que dentro de un mes cumplirá nueve años, me ha dicho esta mañana mientras desayunábamos en el jardín de nuestra casona de Castilfrío…

‒Papá, me gustaría vivir aquí todo el año.

     No es para menos. Le alabo el gusto. Llevamos en el pueblo un mes y medio. En septiembre tendremos que regresar a Madrid por imperativo de la obligatoriedad de la escolarización. Parece mentira que ésta sea, en la práctica, forzosa, pues los padres que se deciden por la enseñanza casera tienen que hacer mil trámites, rellenar no sé cuántos papelajos, postrarse de hinojos ante los cómitres de las galeras de la Administración y correr el riesgo de que quien llame al timbre de su casa el día menos pensado no sea el lechero de Churchill, sino una pareja de la Guardia Civil.

Escolarización y esclavitud son palabras que tienen las tres primeras letras en común

     Bernard Shaw, que en 1925 fue premio Nobel de Literatura, dijo que su educación terminó el día que lo llevaron al colegio, y eso que en su época escolar, a mediados del siglo XIX, aún se enseñaba latín, griego y filosofía en el bachillerato. Escolarización y esclavitud son palabras que tienen las tres primeras letras en común. Sus respectivos conceptos, algo más. Mi hijo, en un par de meses, aprende aquí, en éste hermosa aldea de lo que se ha dado en llamar España Vaciada, más de lo que le enseñan, con la mejor voluntad del mundo, en su cole de Madrid. 

     Aprende botánica, zoología, entomología, mineralogía, geología… Ciencias naturales, ¡vaya! Aprende a evitar las víboras, a respetar el lagartijeo de las lagartijas, a contemplar el calidoscopio de las frágiles alas de las mariposas, a escuchar el piar de los gorriones, a admirar el vuelo altivo de las águilas, a impedir que nuestros gatos capturen topillos, ratoncillos, pajarillos y, a veces, piezas de relativa caza mayor, como los conejos, los cuervos, los grajos y las gallinas. Aprende a distinguir las nubes por su forma, su tamaño, su deriva y su color. Aprende la cartografía de los cielos tachonados por el fulgor de las estrellas. 

     Veintidós personas, creo, son las censadas en el ayuntamiento de este villorrio de las Tierras Altas de Soria, de Celtiberia, de las estribaciones de la sierra de Oncala, de la cañada real de Yanguas, de lo que Antonio Machado llamó Alto Llano Numantino, pero, al son alegre del verano, llegan los descendientes de quienes aquí nacieron, los forasteros, los catalanes, los riojanos, los vascones, los navarros, los gallegos, los curiosos, y todo se llena de niños que corren, saltan y pedalean, de adolescentes de los dos sexos que juegan a ser Dafnis y Cloe, de comadres que comadrean en el parque, de adultos que juegan al guiñote, de… De algarabía y efervescencia, en una palabra.

La diferencia que corre entre la vida urbana y la agreste se llama libertad

     Y mi hijo trata con todos, pero a su aire y arbitrio, éste sí, éste no. Va de aquí para allá sin que nadie lo controle, observa el azacaneo de las hormigas y la quietud de las arañas, poda la hiedra, barre la hojarasca, trepa a los árboles, riega el césped, ayuda a las mujeres de la casa en las tareas domésticas, me pregunta por la razón o la sinrazón de todo lo que le sorprende, mira por encima de mi hombro las columnas, como ésta, que a diario desgrano en mi ordenador, husmea en los miles y miles de volúmenes polvorientos de mi biblioteca, juega al futbolín y al ajedrez conmigo, aunque siempre pierde, traba amistad con los mastines y los perros de pastoreo, y sobre todo, porque eso es lo que más le gusta, se va a explorar los huertos, los pedregales, el dolmen, el castro celta, el acebal cercano, que está lleno de gnomos, el lavadero, la granja, la ermita, el cementerio, los apriscos, la vieja fuente de agua cristalina y cantarina, y las casas abandonadas que aún guardan secretos, voces y memoria de quienes se fueron para siempre.

    ¿Por qué Akela, que pasa el resto del año en el centro de Madrid, me ha dicho, mientras desayunábamos, que ojalá nos quedásemos a vivir aquí? La respuesta es muy sencilla, aunque él todavía no sea capaz de darla. La diferencia que corre entre la vida urbana y la agreste se llama libertad. La ciudad nos la quita (y el cole también). El campo nos la devuelve. Beatus ille… Miro alrededor. La España Vaciada no está vacía. Está llena de cosas. Mi hijo lo sabe, y yo también. 

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