Por aquello del covid-19 y también por la vida misma, el año que se escapa – y ójala lo haga precipitadamente-, nos ha traído noticias tristes y alarmantes todos los días. ¡Tantos amigos vivos, hoy silencios muertos! De ahí, que por la acumulación de las tristezas, se me haya pasado desapercibida la muerte de Valery Giscard d’Estaign, un gran enemigo de España. Era además, más cursi que una tarta de bodas.
Decía mi maestro Santiago Amón, que José María de Areilza, el Conde de Motrico, era tan elegante que al pronunciar “sí” ponía boca de “oui”. Motrico no lo forzaba. Era un vasco elegante, fortachón y cultísimo, y un lujo de la diplomacia española si bien no siempre acertado en los tiempos. Como ministro de Asuntos Exteriores del primer Gobierno del Rey presidido por Arias Navarro, Motrico llevó a feliz término todas las gestiones internacionales que el Rey le encomendaba y ninguna de las que le ordenó su presidente del Gobierno. Hay que saber distinguir la elegancia de la cursilería y la naturalidad del artificio. Ignoro cómo ponía la boca Giscard d’Estaign al decir “sí”, porque a los españoles siempre nos dijo que “no”. Los etarras terroristas, tan mimosamente tratados durante su Presidencia de la República, sí fueron colmados de generosidades afirmativas.
Giscard era un hombre muy mujer, y de ahí su éxito con las féminas. Se sentían cómodas con él y con su charla
Giscard era un político del Centro-Derecha francés. Invertía más de una hora en vestirse y acicalarse cada día. Se estudiaba los gestos y las sonrisas. A pesar de su fama de seductor, que él mismo exageró, tenía mucho de señora. A su lado, y sin ánimo de ofender, los movimientos de Adriana Lastra son como los de John Wayne descabalgando. Lo dejó escrito la gran Nathalie Clifford Barney. “La feminidad nada tendrá que ver con el sexo mientras los hombres franceses sigan siendo más mujeres que las inglesas”. Giscard era un hombre muy mujer, y de ahí su éxito con las féminas. Se sentían cómodas con él y con su charla. Pero su capacidad de seducción, creo adivinar que pertenece a la imaginación y no a la realidad. Otra cosa fue Mitterrand, que vaya con Mitterrand.
Mitterrand, socialista, cambió la política de Giscard en lo que respecta al cobijo y amparo de los asesinos terroristas que ensangrentaban España y recibían en el sudoeste francés toda suerte de cordialidades. Se sabía dónde vivían, qué hacían, en qué bosques se entrenaban, qué contactos frecuentaban y por quienes eran visitados. Asesinaban y huían a Francia. Y Francia no movía un dedo. Con Mitterrand mejoraron las relaciones entre las Fuerzas del Orden de los dos países y los terroristas se instalaron más al norte, con Burdeos como límite. Giscard alojó al terrorismo de la ETA porque le interesaba una España incapaz de superar el franquismo. Su único detalle con España fue honrarnos con su presencia en el “Te Deum” de la proclamación del Rey. Una semana antes recibió en el Elíseo a Don Juan De Borbón, que le garantizó el camino hacia la democracia trazado por Don Juan Carlos. Durante la estancia de Giscard en España, apenas de 24 horas, la ETA no asesinó a ningún inocente.
Giscard cazaba mucho en España. No le gustaban los agarres de las reses en las monterías. “Las monterías españolas son muy bonitas y tradicionales pero los agarres me espantan”. Y le respondió el propietario del coto. “A mí el “foie gras” francés me entusiasma, pero el maltrato a las pobres ocas me asquea”. “No volveré a su finca”, dijo Giscard. “Mejor. Así cobraré el puesto que usted no paga”.
“Un presuntuoso”, dijo Marcelino Oreja. “No, Marcelino, un imbécil”. Le apostilló Adolfo Suárez.
Se dice que Giscard sedujo a Diana Spencer. Entra dentro de lo posible porque la bella difunta no era adversa a las seducciones del poder, ya fuera político o económico. Ése, el de la seducción, es el único rasgo que puede intrigarme del recién fallecido. Como político y gobernante siempre llevaré unidos su desprecio por el sufrimiento de España y su apoyo y hospitalidad que disfrutaron los asesinos de la ETA. Es por ello que ruego a mis lectores que no pierdan el tiempo enviándome sus pésames.
Francia, la grande y maravillosa nación que guillotinó a su último Rey, es una República monárquica. El presidente francés es un Rey sólo sometido al tiempo de su mandato. De Gaulle fue un emperador. Giscard, ordenaba que se mantuviera vacía la silla de su derecha durante las comidas oficiales. “Un presuntuoso”, dijo Marcelino Oreja. “No, Marcelino, un imbécil”. Le apostilló Adolfo Suárez.
Creo que los lectores más certeros habrán intuido que no estoy de luto. Por mis 70.000 compatriotas muertos por el Covid, sí. Por los casi mil asesinados y sus familias por la ETA, hoy en el Gobierno, sí. Por Giscard, no. Y no me resulta desagradable reconocerlo.