Como una primera elegancia del otoño aparecen las gabardinas, unas muy concretas, no muy largas, femeninas, por las rodillas, que se ven en el metro o en las calles hacia las oficinas.
En el mismo instante de declararse la estación, aparecen, y hay que agradecerlas porque embellecen el panorama, triste panorama de la horterada y la tiesez.
Las gabardinas están pensadas para la lluvia. Nacieron del genio de la funcionalidad inglesa, una forma impermeable y ponible que de la vida militar, los oficiales, saltó al mundo civil a través del cine clásico.
La gran gabardina fue la de Humphrey Bogart, envuelto como un canelón taciturno en la neblina, y la traía de antes, del mundo de los gánsteres.
La gabardina conservó algo ligeramente ominoso y quizás por eso Hitchcock, muy sutil, se las ponía a sus rubias, que parecían atrapadas dentro de ellas.
Después, la gabardina cambió porque se la puso Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes y ahí se convirtió en otra cosa, un básico de estilo para la mujer urbana, delicada y bien. Su gabardina la envolvía como una corola a un fino estambre y así asoman en septiembre, como pajarillos distinguidos que llegan en otoño.
Es una prenda contra los elementos, pero también, cada vez más, un intermedio de entretiempo, la forma airosa y chic de salir del verano.
La gabardina se agradece porque en ella triunfa el diseño y porque está asociada a un paso gracioso, el del saltito sobre el charco; las mujeres las llevan con las manos en los bolsillos, muy decididas a alguna misión.
La gabardina está asociada a cierto misterio, a cierta audacia y a cierto erotismo. Siempre parece que oculta o promete algo (por eso es la prenda favorita de los exhibicionistas).
Pero es sobre todo el color, el beige de las gabardinas, casi un color propio, como de solitaria playa mojada o un anticipo tonal de las hojas que caerán. Es un color café con leche, meditativo, sereno. La gabardina aúna la geometría británica fabril de su corte con la suavidad francesa de su medio color, de su terrosidad aligerada y como parisina, hecha para el aprovechamiento de una luz muy débil.
Eso es. Es un artefacto lumínico. La gabardina atrapa la poca luz norteña y la prolonga suavizada. La recibe matizándola y la dirige hacia una ensoñación romántica y aventurera que hace el nublado más soportable.
La gabardina es la gran prenda del entretiempo y volverá a aparecer en primavera. Por eso la asociamos a los tránsitos, las irisaciones, y a una finura del aire y el tiempo.