«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia, y diputado al Congreso por VOX.
Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia, y diputado al Congreso por VOX.

La izquierda y la violencia

26 de octubre de 2023

A nadie debería sorprender que la reacción de la extrema izquierda española ante la estremecedora revelación de las atrocidades cometidas por Hamás con ocasión de su despiadado ataque sobre suelo israelí haya oscilado entre la más calculada de las equidistancias y el más entusiasta de los aplausos.

Bajo el primer rubro podríamos ubicar las reacciones los dirigentes de la facción más posibilista de Sumar, encabezados por la —todavía— vicepresidente Yolanda Díaz, presta a condenar la violencia contra la población civil siempre que se haga con la consabida coletilla del «venga de donde venga» y la imprescindible referencia al «apartheid israelí», o al dirigente comunista Enrique Santiago, remiso a considerar a Hamás como un grupo terrorista aduciendo que desconoce «qué es un grupo terrorista [ya que] cada quien lo define como quiere»; bajo el segundo, se situarían los últimos restos de Podemos, como Belarra o Echenique, quien aun antes de que se hubiera secado la sangre derramada por Hamás ya estaba reivindicando la justicia de la causa palestina y condenando la respuesta de Israel. Molestia ésta que no tendría siquiera que tomarse el eurodiputado de esa misma formación Manuel Pineda, cuya fotografía envuelto en un pañuelo palestino y flanqueado por sendos milicianos armados con un fusil de asalto y un lanzagranadas hace innecesaria cualquier aclaración de cuál sea su posición respecto del terrorismo.

A nadie debería sorprender —digo— porque ésta y no otra es la estrategia que la extrema izquierda española ha venido manteniendo, década tras década, y casi cabría decir siglo tras siglo, respecto del terrorismo: apoyo entusiasta y hasta apelación directa al mismo en aquellas coyunturas históricas en las que por las razones que sea el terrorismo ha sido capaz de suscitar un cierto respaldo social; y calculada ambigüedad y relativo distanciamiento cuando dicho respaldo social se ha ido enfriando. El ejemplo más cercano y probablemente más paradigmático de esta ecuación ha sido el terrorismo etarra, aplaudido desde amplios sectores de la izquierda no solo vasca sino también del resto de España durante los años en los que la banda terrorista tuvo al régimen franquista como adversario; legitimado socialmente y apoyado políticamente por la llamada izquierda abertzale mientras, ya en la era democrática, fue rentable su presencia; y convenientemente disimulado de unos años a esta parte por una izquierda tan empeñada en enterrar a ETA como en resucitar a Franco.

Y que no se diga que la banda terrorista fue una lamentable excepción, fruto de las peculiarísimas circunstancias que se vivían en País Vasco, porque el recurso de la izquierda al terrorismo durante las postrimerías del franquismo y los años de la transición trascendió con mucho ese concreto escenario, y se halló jalonado de nombres como el FRAP o el GRAPO a nivel nacional o Terra Lliure, el MPAIAC o el Exército Guerrilheiro do Povo Galego Ceive, si quisiéramos darle a nuestra tesis una perspectiva también «plurinacional». Ni tampoco que el recurso al terrorismo durante esos años de agonía del franquismo e inicio de la transición fue una mancha sin precedentes en el por lo demás inmaculado historial pacifista de la izquierda española, porque si algo caracteriza éste es precisamente lo contrario: su falta de escrúpulos a la hora de complementar la acción política con el recurso a la violencia, y su tendencia a combinar sin demasiados prejuicios y con intensidad dependiente de las circunstancias del momento, la participación institucional, la agitación callejera, y la «lucha armada». Que a fin de cuentas, vivimos en un país que amén de una sangrienta Guerra Civil, sufrió durante la primera década del pasado siglo la Semana Trágica, el azote del pistolerismo en la segunda, la Revolución de Asturias en los treinta y el maquis en los cuarenta, y que vió caer asesinados a tres de sus Presidentes del Gobierno (Canalejas, Dato y Carrero), y escapar por poco de una muerte cierta a otros dos más (Maura y Aznar), siempre a manos de terroristas de extrema izquierda.

Pese a la magnitud de unas evidencias extendidas en el espacio y prolongadas en el tiempo, no faltarán quienes achaquen esta sostenida apuesta por el terrorismo como método válido de acción política a elementos aislados, a exaltados que actuaron por cuenta propia y al margen de las estrategias oficiales, o bajo el influjo de desviacionismos ideológicos. Pero, de nuevo, la evidencia en contra es abrumadora. Lo son, por un lado, los intentos de ocultar las acciones terroristas bajo denominaciones inocuas o hasta respetables, que han jalonado nuestro lenguaje político de eufemismos como «acción directa», «kale borroka» o «lucha revolucionaria», neologismos como «escrache» o recursos a la más descarnada ironía como aquello de los «piquetes informativos». Y lo son, sobre todo, los intentos de justificación teórica del terrorismo, que empiezan con los escritos seminales del mismísimo Marx («sólo existe un medio de abreviar, simplificar y concentrar los homicidas dolores afónicos de la vieja sociedad y los sangrientos dolores puerperales de la sociedad nueva, un medio solamente: el terrorismo revolucionario»), pasan —por no hacer excesivamente largo el relato— por Largo Caballero («hay que apoderarse del poder político; pero la revolución se hace violentamente: luchando, y no con discursos» o «si los socialistas son derrotados en las urnas, irán a la violencia, pues antes que el fascismo preferimos la anarquía y el caos»), y se prolongan hasta nuestro bien cercano Pablo Iglesias («¿qué es hablar de política en este momento? Convencer a los ciudadanos de que o meten miedo o hacen que sientan en sus propias carnes el miedo a la democracia, que los ricos tienen secuestrada»).

Acreditando, en suma, que para la izquierda la violencia política, lejos de ser un límite ético absolutamente infranqueable, constituye un instrumento perfectamente válido de la lucha política, al que cabe recurrir cuando las circunstancias lo aconsejan, y repudiar cuando así convenga.

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