Con lo que hemos sido los catalanes, de un tiempo a esta parte sólo somos capaces de hacer copias cutres, malas y baratas de cosas de fuera que, aunque malas, ni son tan cutres ni tan baratas como las nuestras. El ridículo y humillante espectáculo que algunos están dando en Twitter estos días en Cataluña está muy bien para echarse unas risas en redes, pero es deprimente y descorazonador en la vida real.
Una joven, que hace una década tenía veinticuatro años, sale ahora a contar que el presentador del programa de radio en el que ella participaba como becaria se enrolló con ella —y ella con él, claro—. Dice estar muy afectada y que superar esa agresión sexual ha sido un camino largo.
Después de diez Navidades, ha reunido la fuerza necesaria para lanzarlo a los leones argumentando que se aprovechó de su posición de poder, que ella en el fondo de su corazón no quería, aunque ese día le comiera los morros, y que el acusado utilizó su privilegio para enrollarse con ella, recién salida de la primaria, con tan sólo veinticuatro añitos.
Pensaba que el amor era tan libre que daba igual si era entre hombre y mujer, entre hombre y mono, entre mujer y moto o entre becaria y jefe; que sólo importaba el consentimiento. Resulta que podemos dar rienda suelta a las aberraciones más abyectas y hablar para que «totis» (así declinan el «todos» los catalanes guais) se sientan incluides, pero al jefe que se fija en la becaria y es correspondido hay que ejecutarlo en la plaza pública (incluso cuando ya han transcurrido diez años y la mayoría de delitos habrían prescrito).
Además, la protagonista del esperpento se justifica diciendo que sólo tenía veinticuatro años, ¡a quién se le ocurre! Pues a los veinticuatro años nos casamos mi mujer y yo, así que o la exbecaria hace diez años era inmadura hasta lo patológico o ahora está pidiendo a gritos que le hagan caso.
Por otro lado, la susodicha exbecaria se escuda en su indefensión, aunque era famosa en su programa por la mala leche que gastaba y hacía gala de ello en antena. Pero es que, además, cuando se fue del trabajo se deshizo en elogios explícitos a su jefe y compañeros, acompañándolos de algunas imágenes publicadas en redes, en una de las cuales aparecía ella y su malvado abusador tan panchos. Ahora se ha visto obligada a justificar aquello alegando que era fruto del miedo y del trauma.
Diez años después, con el carácter ya más avinagrado, ha decidido que merecía la pena hundir la carrera de un señor por un beso que ella recibió de mil amores. A las jóvenes que yo conozco, si alguien intenta plantarles un beso (con veinte o treinta años) y no quieren, le cruzan la cara con la mano abierta, le dicen que va a ser que no o simplemente se van.
Que la protagonista del espectáculo se enrollara con el jefe, que era ese locutor famoso que ella admiraba y ahora después de diez años pretenda hacernos creer que fue una agresión sexual es de un cinismo, de una inmadurez afectiva, de una falta de escrúpulos y de una insensibilidad mayúsculos, una falta de respeto a las mujeres que de verdad sufren agresiones sexuales. Mujeres a las que algunos hombres fuerzan con violencia física o verbal.
Qué mala es la fama, poca o mucha —en el caso que nos ocupa más bien poca—, mal gestionada, mendigando siempre nuevas dosis de atención cada vez a precio más bajo.
Y no han sido pocas las mujeres que han salido ahora a contar también lo traumatizadas que están por los besos que recibieron hace quince años de sus jefes o compañeros de trabajo que estaban en una posición superior.
Ellas se ven estupendas y muy dignas montando este circo, y están tan encantadas de que conocerse que ni sospechan la vergüenza ajena que la mayoría estamos sintiendo. Gracias a Dios son pocos quienes salen a aplaudir el espectáculo de las plañideras, la mayoría ríe y alucina. Incluso algunos de los que salen a aplaudir lo hacen porque temen se sospeche que a ellos también les gustaría reír y alucinar. Y es que algunas gastan muy mala leche.
Han banalizado las agresiones sexuales y se atreven a dárselas de representantes muy válidas de los derechos de las mujeres. Es en estos momentos cuando se aprecia la importancia de tener un jefe que, en lugar de intentar enrollarse contigo, te cante las cuarenta para que madures, porque si no, pasa que llegas a los treinta y sigues siendo una niña de veinte.