Murakami escribe en su libro “Tokio Blues” un diálogo que siempre me ha encantado. Dos enamorados hablan y ella le pide que le diga cosas bonitas, a lo que el joven le responde que le gusta tanto como un oso en primavera. Ante la extrañeza de la joven, él le explica lo siguiente: “Imagina que un hermoso osito se acerca mientras vas paseando por un campo y te dice que si te gustaría rodar con él, tú le dices que sí y os pasáis el día entero rodando abrazados por una ladera sembrada de tréboles. Pues me gustas tanto como eso”. La definición podría ser perfectamente aplicable a la vida en general. Rodar entre risas por un campo de hierba fresca en una mañana soleada abrazados a quien más queremos debe ser lo más parecido al paraíso en la tierra. Los pandas son expertos en esa materia. Dan volteretas sobre sí mismos, son juguetones, traviesos, bonachones y alegres. Pero también tienen un momento de introspección que, como es harto conocido, suele ser síntoma de sabiduría.
El panda trepa a lo alto de los árboles y se queda arriba, sentado, con sus ojitos pequeños y vivos perdidos en la lejanía, viendo cosas que nosotros ya no sabemos ver. Porque los seres humanos nos hemos vueltos bastante aburridos y ni rodamos por los prados ni damos volteretas ni somos juguetones y alegres. Tampoco somos reflexivos, y si subimos a algún sitio elevado es para hacernos un selfi y enviárselo a un grupo de gente tan tonta como nosotros. No podemos sentarnos a contemplar lo infinito porque nuestro mundo se ha convertido en una especie de aplicación para ser llevada en el reloj, para demostrar que nos sigue más gente que a nuestro cuñado o para fingir que el ser humano está, a pesar de tanto chisme y tanta tecnología, más solo que nunca. Porque estamos solos, muy solos, y esa soledad nos produce un miedo terrible. De ahí que durante el confinamiento la gente se pusiera a hacer lo primero que se le presentase con tal de llenar las horas, ocupando ese horror vacuii intelectual que hace estremecer a esta generación tan poco predispuesta a mirar, como lo hace el panda, desde la colosal altura de esos gigantescos árboles a los que trepa con gracia. El panda, con su serena y mayestática quietud, es ejemplo de cómo los animales pueden ser infinitamente más listos que los hombres y como pueden sentir la vida de manera más íntima y más profunda que nosotros, con todos nuestros ordenadores y demás armatostes. La civilización requiere aparatos artificiales, mientras que la naturaleza solo exige ojos para ver y para comprender.
A mi me gustan los pandas. Soy un rendido admirador de HeHua, la emperatriz de la especie, de Fubao, de Lebao o de XingRong. No hay noche en que mi señora y yo no dediquemos un ratito a mirar sus juegos, sus rabietas – que las hay – y la ternura que desprenden esos ojitos que tienen y que piden a gritos un abrazo. Dan paz porque son buenos, por eso son sabios. Y son sabios porque son buenos. ¡Ay, quisiera ser uno de ellos!