Aunque en el periodismo una semana representa un período de tiempo equivalente a una glaciación, no me resisto a comentar la pequeña conmoción que en el microcosmos de las redes sociales produjo hace ahora siete días una declaración por escrito de la exministra Reyes Maroto. Eran dos párrafos que aludían a unas manifestaciones anteriores de la propia Maroto en relación a la polémica sobre la atención que recibieron durante la pandemia los ancianos ingresados en residencias dependientes de la Comunidad de Madrid. Al parecer, en su nota, la hoy concejal del Ayuntamiento de Madrid trataba de anticiparse a lo que podría acabar en la presentación de una querella contra su persona por parte de los responsables políticos a los que había puesto en la diana de sus acusaciones. Acusaciones bastante graves, según se desprende de lo que ella misma afirma en su texto, pues aparece allí el término «asesinato».
Bien, lo que Maroto intenta es aclarar el asunto para que la situación no se le vaya de las manos y la trifulca dialéctica no desemboque en una sentencia condenatoria. Es decir, sus palabras quieren iluminar, despejar toda duda, y esto es lo asombroso, porque el primer párrafo reza así: «Mi intención con las declaraciones que realicé ayer en alusión al documental 7291, sobre las personas que fallecieron en las residencias de la Comunidad de Madrid, de las cuales me retracto, no fueron las palabras más adecuadas».
He tenido que copiar el texto, atento a cada palabra, dada mi incapacidad para retenerlo en la memoria. El descalabro que se le inflige a la sintaxis anula la validez de los procedimientos mnemotécnicos habituales. Para recordar una frase algo extensa necesitamos —yo lo necesito— que haya en ella una mínima carga de sentido, incluso si éste aparece velado por el empleo de ciertos recursos que entorpecen su comprensión. Pero no es el caso. Aquí se produce una dislocación en toda regla del orden gramatical básico. El respeto hacia la concordancia vuela por los aires («Mi intención (…) no fueron»). Hay un pronombre relativo que busca su antecedente (ese «las cuales») y, al no ser posible su identificación inmediata (pues, por la proximidad del contexto, debería ser «residencias», pero no; o tal vez «personas», pero tampoco), nos llena de zozobra. Recordemos: se trata de un texto que pretende aclarar, disipar los interrogantes, proyectar la luz de un entendimiento —en el que recaía hasta hace poco nada menos que una responsabilidad ministerial— sobre las obtusas mentes de una plebe a la que se le presupone incapaz de sacar conclusiones por sí misma.
No entro a juzgar si Maroto tiene o no razón en lo que expone. Por otra parte, todos corremos el riesgo de incurrir en deslices gramaticales más o menos ignominiosos. Pero si yo tuviera que redactar una nota aclaratoria en prevención de una posible demanda, ¿no pondría en ello toda mi atención? ¿No se la daría a leer a otras personas de confianza antes de hacerla pública?
Todo es misterioso aquí. Hay en la sintaxis de Maroto un elemento de irremisible oscuridad, un retorcimiento de las categorías sintácticas que deseo que no sea el reflejo de otros retorcimientos más insondables. Cabe la sospecha (el temor) de que su modo de expresarse, incluso tras la labor de reflexión previa que requiere el ejercicio de la escritura, no sea sino la proyección de una inteligencia que íntimamente se tortura por encontrar un cauce de expresión para aquello que se gesta en su mente. Pero entonces se nos plantea un enigma adicional. Porque no es posible pensar en los términos en los que aparece redactada esa nota y, al mismo tiempo, aspirar a que el público que la lee ubique a su autora en el ámbito de una racionalidad compartida. Si escribe así es porque piensa así, y si piensa así es porque ese mundo interior pertenece al universo de lo incomprensible. ¿Es Maroto, quizás sin saberlo, un espíritu subversivo, una dadaísta en ciernes, una —involuntaria o no— sabotedora del orden necesario a los intercambios comunicativos? Su aparente dejadez sería un acto provocativo, la constatación —como querían los vanguardistas de principios del siglo XX— de que el lenguaje ya no sirve para comunicar nada serio y de que lo único que importa en una sociedad rota como es la nuestra no es lo que se dice, sino que quien dice algo, lo que sea, pertenezca al bando con el que uno se identifica.
Una hipótesis alternativa me viene sugerida por unas palabras de Victor Klemperer. En su ensayo La lengua del Tercer Reich escribe: «Pues así como se suele hablar del rostro de una época o de un país, la expresión de una época se define también por su lenguaje». Si esto es verdad, la nuestra es una época de una penuria inusitada. El proyecto ilustrado, del que a la socialdemocracia le gusta hacer bandera, acaba en una cacofonía diaria de inteligencias huecas. Se puede, por tanto, caer en un nivel más bajo incluso que la simplicación habitual de las consignas de saldo y los epítetos rastreros. La nota «aclaratoria» de la ministra Maroto podría encerrar entonces, en su pura insustancialidad ágrafa, una terrible revelación: la de que, creyendo vivir sujetos a un poder astuto y omnímodo, en realidad hemos sido sometidos por la simple estulticia del caos.