«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

La verdad en democracia

3 de noviembre de 2022

«Hay una verdad que he aprendido: en democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad». Hace unos días, flanqueado por Sánchez y Zapatero, González despachó esta ultrarrelativista declaración de intenciones. Por más que se repita, el exabrupto no deja de estremecer a quienes creen que la verdad existe (a la gente cabal, en definitiva), mucho más cuando se escenifica así, en el marco de la autoridad formal de tres mandamases. La postura es adolescente, propia de gente inmadura; pero así es la gente que mayoritariamente manda ahora. El grado en que su mensaje ha calado en la sociedad está a la vista de todos: nunca tuvimos una juventud tan relativista.

Desde mayo del 68, la relación de la izquierda con la verdad es más que problemática. Tras darse un atracón de Marcuse y Foucault (y hasta de Nietzsche), la parte menos razonable y tal vez mayoritaria de esa opción política le perdió la cara a la verdad. Un giro paradójico, viniendo de quienes dicen tener la igualdad y la justicia social por bandera; si hay algo en este mundo que contribuya a lo justo y nos iguale es la verdad, que no entiende de privilegios de ninguna clase. Pero es igualdad por arriba lo que la verdad ofrece, y eso es mal negocio para quienes aspiran a una mediocridad colectiva en la que sus mediocridades puedan seguir medrando.

Si hay algo en este mundo que contribuya a lo justo y nos iguale es la verdad, que no entiende de privilegios de ninguna clase

«Esa verdad que creen los ciudadanos que es verdad, se traduce en decisiones de voto», sigue González, «y esas decisiones de voto, nos llevan o nos alejan del poder». Aquí está expuesto sin tapujos el programa antidemocrático de estos autoproclamados demócratas. Hace algo más de un año, en uno de sus descompensados cara a cara con Cayetana Álvarez de Toledo en el Congreso, la portavoz socialista Carmen Calvo, luego de afirmar que como cargo público no tenía «un compromiso con la verdad, sino una obligación con la verdad» (sic), le explicó a su contrincante que la verdad es «una postura ideológica», y que, «en democracia […] la única verdad incontestable es el cumplimiento de la ley». Es decir, de nuevo: no existe la verdad, existe el poder, y quien lo tiene decide qué es verdadero. Por descontado, no lo deciden los ciudadanos, sino sus socorridos intermediarios, un detalle sin importancia que olvidó mencionar González.

Este relativismo extremo convierte la democracia, que es un principio moral de convivencia, en una excusa para el dominio, y da la razón a quienes empiezan a estar asqueados con el único sistema que asegura que nadie impone por la fuerza sus ideas. No, González, Calvo, la verdad no es creencia ni es tener la sartén por el mango; «la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero», como dijo Juan de Mairena (es decir, Antonio Machado). Algo es tanto o más verdadero cuanto más se acerca a la realidad, y la realidad se piensa, se investiga y se conversa, pero no se escoge. Por creer en esta mentira estamos inmersos en desvaríos como la «ley trans» y algunos quieren negar por la fuerza de la ley la objeción de conciencia. La democracia es un principio de decisión colectiva —¿qué va a hacerse, legislarse, promoverse o prohibirse?—, y en ningún caso se puede fundar en lo que Gueorgui Piatakov proponía: «Un verdadero bolchevique, si el Partido lo exige, está dispuesto a creer que el negro es blanco y el blanco es negro».

Este relativismo extremo convierte la democracia, que es un principio moral de convivencia, en una excusa para el dominio

Si la verdad no existe, sino que se decide, ¿a qué jugamos los filósofos y a qué se dedican los científicos? Bien se ve con qué ánimo mencionan algunos políticos «la ciencia»: como un palo con el que atizar, en ningún caso porque la entiendan. Si cada uno tiene su verdad, y lo que importa es quién manda, ¿a quién va a extrañar que quienes flanquean al expresidente hayan hecho de la mentira sin escrúpulos su estilo político? ¿No es consecuente con eso que el CIS —el Centro de Investigaciones Sociológicas, nada menos— haya renunciado a investigar y se dedique ahora a manufacturar supuestas verdades?

El relativismo es poder, porque permite redefinir la realidad a demanda. Si algunos intentan que creamos que cada voz, en cuanto a qué es real, vale lo mismo, es porque les facilita sacar adelante su particular agenda. Cuando nada vale más que nada y la verdad es un sumatorio de voces, todo es juego de influencias y contraposición de fuerzas. La verdad, sin embargo, es vinculante, de ahí el deseo de acabar con su posibilidad objetiva. Demasiada libertad: podría gripar la cadena de montaje de súbditos.

Cuando la verdad queda en mera creencia y poder, la democracia se convierte en un juego de bandidos: exactamente lo que tenemos

La verdad es el corazón de la libertad civil. Cuando la verdad queda en mera creencia y poder, la democracia se convierte en un juego de bandidos: exactamente lo que tenemos. De esos polvos, los lodos de la guerra orwelliana en marcha por controlar el lenguaje y la adoración del «relato» que ha puesto el país en manos de spin doctors como Iván Redondo, un tipo cuyo ideario político era «tirarse por el barranco por su presidente» y «la política es el arte de lo que no se ve». Un día miraremos atrás y no daremos crédito al repasar quiénes han movido los hilos de nuestras instituciones; o eso espera uno, que lo último que pierde es la esperanza.

Quienes hayan leído a Ian Fleming en Goldfinger recordarán lo que el genial villano le dijo al agente 007: «Señor Bond, tienen un dicho en Chicago: una vez es casualidad, dos es coincidencia, y tres veces es una acción enemiga». En la penúltima tropelía (siempre es la penúltima) cometida contra la educación de este país, la LOMLOE, se menciona hasta en diez ocasiones el «espíritu crítico», señal inequívoca de que el enemigo está a las puertas. Cuando partes de la tesis González/Zapatero/Sánchez solo cabe esperar que la competencia «espíritu crítico» quede en nada o peor, en pura manipulación ideológica. ¿Qué van a saber del «espíritu crítico» quienes dicen que la verdad se vota y en última instancia es poder, luego no existe?

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