Siempre se ha dicho que este es un Gobierno de pocas luces. Lo que no esperaba es que fuera literal. He escrito mi columna hoy a pluma, en esto no hay novedad, pero la he enviado a la redacción por paloma mensajera. Lo desvelo por si notan alguna falta de orografía, que el terreno de aquí a allí es muy escarpado, y las palomas ya no vuelan como antes. Particularmente emotivo ha sido el momento del café. Unas dos veces por artículo, se me acaba la gasolina, y tengo la costumbre de sumergirme en cafeína. Acabo de hacerlo. Pero nada de la habitual cafetera. En medio del escritorio, en una maceta, he prendido fuego a unos cuantos folletos de propaganda electoral, y al calor de las promesas incumplidas he calentado una vasija metálica con agua y con un calcetín con café dentro. Esto le da otro sabor al café. En concreto, un sabor asqueroso.
Los progresistas no están tan reñidos con el tradicionalismo. A fin de cuentas, su ineludible expansión de la miseria termina por obligarnos a volver a costumbres olvidadas. Como esas enriquecedoras conversaciones de lavadero, charlando con los vecinos mientras remojas y frotas con una pastilla de jabón los calzoncillos. Que te quedan los dedos como después de lavarte las manos en lava volcánica. Esos pequeños placeres que el capitalismo y la riqueza nos habían robado.
Al shock de la factura de la luz le sucede el de la cuenta en la gasolinera, que te dan ganas de pagar para que alguien te robe el coche
Ventajas, todas. La televisión siempre apagada es sin duda un paso adelante en la evolución intelectual. Y esperar a la hora a la que el Gobierno recomienda encender electrodomésticos es una maravilla, cantando canciones de campamento alrededor de la fogata, y rezando para que llegue la luna llena y poder salir a pasear por el jardín sin pisar accidentalmente los geranios.
Además, en mi edificio estamos recuperando la vida en comunidad. Ayer mismo quedamos todos para rezar un responso por el vecino del sexto, que vendió hace unos meses sus dos deportivos, y se compró dos coches eléctricos, que no contaminan nada, excepto la economía familiar. A la tarde, nos dejamos caer todos por el segundo, donde un jubilado imparte un taller sobre instalación de energía eólica casera. El tipo ha construido una minicentral con paraguas colgando por las ventanas del patio de luces. La verdad es que no giran nada, porque no da el viento, pero como nos cae bien, un par de veces al día salimos todos los vecinos a escondidas a soplar como locos por el patio, para que den unas cuantas vueltas y al hombre le dé al menos para encender la tele a la hora del parte. El del tercero en cambio, ahora vive inmerso en la melancolía. Hace cinco años que dejó a su familia en Caracas y se vino a España en busca de prosperidad. Después llegaron Sánchez e Iglesias al poder. Y ahora ya ni tenemos luz, así que se pasa el día ensimismado en sus pensamientos, porque ya todo aquí le recuerda a la tierra que tanto amaba y tuvo que dejar.
Son días de asombro y perplejidad. Al shock de la factura de la luz le sucede el de la cuenta en la gasolinera, que te dan ganas de pagar para que alguien te robe el coche. Y si tratas de recuperar la conciencia bebiendo una Coca-Cola en un bar, a la suerte de encontrar un local abierto en la España de las 17 normativas contra la pandemia, deberás sumar la puntilla al sacar la billetera, que el Gobierno duplicó el IVA de las bebidas azucaradas, y ahora está pensando ya en convertir las energéticas en algo parecido al tabaco; que saben ustedes que hace años que los fumadores, con cada pitillo, asfaltamos unos diez kilómetros de autovía de nuestro propio bolsillo, o, peor aún, pagamos seis meses de algún tinglado de la Montero.
Ahora me ducho en agua fría. No está tan mal. Estoy deseando que llegue el invierno para aprender insultos nuevos en albanés. Será divertido
Entre lo de la luz, los impuestos, y las restricciones, al final lo único que uno puede permitirse los fines de semana es salir a subir montañas, que es lo que hacen las cabras, el animal más loco de la naturaleza, y supongo que resulta divertido. Yo suelo subir el sábado por la mañana con dos o tres amigos. Ascendemos a un ritmo vertiginoso y solo paramos de vez en cuando a beber cerveza y fumar media cajetilla de cigarrillos para tomar aire. Una vez arriba, precavidos ante la creciente guerra del Gobierno contra la carne, hacemos también lo mismo que las cabras, y nos liamos a mordiscos con algunos matojos de hierba, para irnos aclimatando al veganismo oficial que Sánchez nos está preparando para los años de nuestra jubilación.
Confieso que, si el montañismo y la dieta del cabrón están haciendo bajar mi colesterol, el tarifazo eléctrico de Sánchez también está optimizando mi sistema circulatorio. Las ventajas de tener un calentador eléctrico. Ahora me ducho en agua fría. No está tan mal. Estoy deseando que llegue el invierno para aprender insultos nuevos en albanés. Será divertido. Por lo demás, esta idea socialista de volver al ocio montañero y a la iluminación doméstica con velas está siendo un negocio extraordinario, al menos para el sector de los traumatólogos, y se lo merecen, que también son criaturas del Señor.
Me siento tan agradecido al Gobierno por todo esto que creo que voy a enchufar la plancha un rato para celebrarlo. Así, a lo loco.