La imagen y el recuerdo de la España contemporánea es la de un pueblo profundamente violento en todos los sentidos. Por eso ha tomado tanto tiempo entre nosotros el alumbramiento y consolidación de una democracia. Entiéndase ahora por violencia la extrema: principalmente homicidios. Incluso, el parto de la «transición democrática» hace medio siglo padeció los embates de los terroristas vascos, fanáticos ellos. Pero, hete aquí, también el terrorismo vasco se esfumó, más que nada porque consiguió su objetivo de mandar: no sólo en el txoko, sino en toda España. Esa conversión sí que ha sido un fenomenal ongi etorri (homenaje popular a los terroristas excarcelados). El hecho es que hoy la sociedad española es una de las menos violentas del mundo, contando los homicidios y los suicidios.
Y, sin embargo, la inevitable herencia colectiva nos dice que en la España actual han aflorado nuevas formas de lo que podríamos llamar «violencia tangencial» no extrema. Consisten en la pérdida de muchos grados de libertad. Una, muy particular, corresponde al fenómeno de la «okupación» de ciertas viviendas, por lo general de carácter humilde o de clase media, y con mayor contumacia en Barcelona. Tales allanamientos no sólo suelen quedar impunes, sino que las autoridades se inclinan cada vez más por proteger a los «okupas». Es una extraña racionalización del principio constitucional del «derecho a una vivienda». Naturalmente, en el caso de las «okupaciones», pasa por arrumbar el anterior derecho del propietario o el inquilino. Es una suerte de un derecho al revés.
Otra forma de violencia tangencial es el larvado racismo, que sobre todo se produce en la Cataluña oficial. Su objetivo explícito es el de erradicar el idioma castellano, común a todos los españoles, de la región. Es una pretensión casi imposible dada la amplitud que tienen actualmente los medios de comunicación y las redes de contactos personales. Pero la Generalidad catalana sigue obcecada con su singular misión racista. Baste registrar la triste paradoja de que a la actual generación de los infantes de Cataluña les está vedado seguir la instrucción en la lengua común de España (y de una veintena más de países). Es un alarde de intervencionismo o de las más puras esencias arbitristas. Lo más grave es que recientemente la iniciativa de la Generalidad de Cataluña prende con gusto en las otras regiones con el rasgo diferencial de tener dos lenguas. En este punto se percibe mejor que la «violencia tangencial» no es otra cosa que un atentado contra la libertad, una especie de genocidio cultural. O, si se prefiere, nos encontramos ante un posible indicio de un proceso más amplio y preocupante, cual es la desmembración de la milenaria nación española.
¿Qué decir de la más publicitada «violencia de género» (feminicidio, asalto contra las mujeres)? Pues que, contrariamente a lo que se pregona, mantiene un índice menos acusado que el de algunos otros países, tenidos por «desarrollados». Aunque la verdad es que en España su incidencia está aumentando durante los últimos años, justamente cuando se ha dotado un nuevo Ministerio de corte feminista para acabar con esa lacra. Las autoridades explican el hecho como una manifestación del «machismo» larvado de la población varonil española.
Cuestión batallona es hasta qué punto los nuevos brotes de violencia extrema, sean homicidios o feminicidios, tienen que ver con la irrupción de la gran masa de «inmigrantes ilegales». En efecto, todo parece sospechar que existe una conexión entre los dos fenómenos. Empero, las estadísticas oficiales la ocultan.