Sucedió hace unos días. El titular con que la página de la Cadena Ser resumía la entrevista que el pianista James Rhodes acababa de hacerle al actor Javier Bardem resultaba ligeramente sobrecogedor: Javier Bardem recuerda su infancia durante la Transición Española: “Recuerdo los golpes de las reglas de madera en las uñas”. Debo empezar confesando que los diagnósticos que acostumbran a hacer las celebridades del mundo de la cultura oficial acerca del estado de la realidad en la que viven me resultan, por motivos obvios, de un interés limitado. Sin embargo, se da la circunstancia de que Bardem vino al mundo el mismo año que yo (1969) y ante tal coincidencia uno se siente interpelado por una especie de deber generacional.
La frase de Bardem apunta a un propósito nítido: vincular la España de la Transición a una época lúgubre sobre la que todavía se cernían las sombras del régimen anterior. Y, como finalidad añadida, aprovechar la ocasión para presentarse como víctima de una penuria ambiental a la que, en el muy sensible terreno de la educación, los supuestos logros de la posterior hegemonía socialista conseguirían darle la vuelta. Así lo confirman otras afirmaciones que el actor desgrana en la entrevista: clases superpobladas, disciplina estricta, aprendizaje memorístico y ciertos rituales heredados del franquismo (sic). En definitiva, la misma estrategia que hemos visto emplear tantas veces y que consiste en redibujar el pasado en los términos más oscuros posibles de manera que el presente —por muy alarmantes que nos resulten los síntomas de su degradación— se nos aparezca como un tiempo de esplendor y bienaventuranza.
Así pues, no he tenido más remedio que echar la vista atrás y hacer memoria de aquellos años escolares. Debo avisar de que aquí cada cual habla según le va en la feria, y que, en consecuencia, no pretendo que mi testimonio alcance rango de síntesis irrefutable. Únicamente trato de mantenerme fiel a lo que viví. Y es verdad que lo que viví coincide con una parte de lo que Bardem refiere. Pero al contrario de lo que sugieren sus declaraciones, al recordarlo no se aviva en mí ningún rescoldo de resentimiento ni siento supurar la herida de una experiencia traumática.
¿Clases superpobladas? Seguramente sí. Cuarenta alumnos por clase, niños y niñas mezclados, pero eso era lo habitual, no teníamos conciencia de que esa cifra supusiera un exceso de aforo que fuera a influir de manera calamitosa en la calidad de nuestra educación, porque de hecho no fue así. ¿Disciplina estricta? En mi opinión, la necesaria para que dado lo concurrido de las aulas hubiera un clima habitual de trabajo en el que nunca se imponían los alumnos díscolos y donde hasta los hijos de las familias más humildes tenían garantizada la posibilidad de recibir una formación en unas condiciones razonables. ¿Aprendizaje memorístico? En buena medida así fue, aunque no alcanzo a ver el problema. El ejercicio de la memoria nos dotó de la base de unos conocimientos que luego nos habían de servir para aplicarlos a la interpretación de las realidades del mundo. Quiero decir que el hábito de memorizar, además de aportarnos un bagaje cultural indispensable con el que sentirnos parte de una tradición, no nos convirtió en una caterva de zoquetes incapaces de razonar por nosotros mismos. De hecho, de aquellas aulas de la Transición —y estoy hablando de un colegio público— salieron profesionales excelentemente capacitados, personas íntegras, sensatas y responsables destinadas a cubrir todo el elenco de las necesidades sociales.
Sigamos. ¿Ciertos rituales heredados del franquismo? Bueno, bueno. Que yo recuerde, para cuando Bardem y un servidor fuimos escolarizados, los residuos formales del régimen anterior habían desaparecido prácticamente de las aulas. Es más —y esta afirmación la hago a título personal— no recuerdo a un solo maestro que intentara adoctrinarnos, ni en un sentido ni en otro. Jamás. Recuerdo a unas personas que, mientras bregaban con unas circunstancias políticas y sociales inciertas, trataban de convertirnos en seres de provecho, y no siempre se lo pusimos fácil. Aun así, tenían claro lo que debían hacer: transmitirnos una parte de lo que ellos sabían y asegurarse de que lo habíamos aprendido. Eran personas sencillas, algunas de ellas revestidas de cierta tosquedad en su trato hacia nosotros, pero a las que les tributábamos el reconocimiento de una autoridad que emanaba de la misma tarea a la que se entregaban. Una autoridad que les valió para que, por ejemplo, sus alumnos aprendiésemos a escribir sin una falta de ortografía. La tónica general no eran los castigos arbitrarios ni las reglas de madera martirizando las uñas de los niños, en absoluto. Había adultos que enseñaban y niños que aprendían o al menos no boicoteaban el esfuerzo de los que trataban de hacerlo. Empeñarse en distorsionar el pasado con intenciones ideológicas o para perpetrar mezquinos ajustes de cuentas retroactivos es manchar la memoria de aquellos con quienes seguimos en deuda. Yo no lo haré. Ya hay bastante inmundicia en el mundo como para añadir gratuitamente más capas de ingratitud, victimismo y deformación.