Ha causado un gran revuelo la carta de baja de un militante de Podemos de Málaga en la que critica fuertemente a su organización con expresiones de gran dureza. Afirma el desilusionado podemita que todo el esfuerzo realizado para constituir y consolidar la formación de extrema izquierda sólo ha servido para situar en puestos de responsabilidad a trepas, incompetentes y aduladores, que la tan cacareada democracia interna brilla por su ausencia y que al final las grandes proclamas de cambio y transformación social se han reducido a la ocupación de una pequeña parcela de poder en un sistema que sigue inalterable.
Todo el que milita o ha militado en un partido conoce este tipo de debates y de decepciones, sin que estas melancólicas percepciones sean propias de un determinado color ideológico, sino que aparecen por igual a lo largo del arco parlamentario. Por tanto, la frustración de Manuel Meco no es nada nuevo y muchos miles de afiliados a unas u otras siglas han pasado por tales trances en diversas épocas, contextos políticos y latitudes. El hecho de que parezca imposible solucionar este problema no impide que de manera recurrente los partidos experimenten crisis internas en las que las bases se rebelan contra la oligarquía que las pastorea o que surjan nuevas siglas impulsadas por reformadores que se comprometan a acabar con estas deficiencias. Normalmente, las convulsiones provocadas por la tensión entre los militantes y la cúpula de la organización se solventan con la llegada de una dirección distinta que sustituye a la acusada de modos tiránicos para que el proceso se repita sin remedio. En cuanto a las fuerzas emergentes que nacen con la promesa de que por fin existirá una verdadera participación del conjunto de los miembros del partido y de que los cargos se atribuirán de acuerdo con criterios de mérito, trabajo y capacidad, terminan cayendo, como Manuel Meco se lamenta de que ha sucedido en Podemos, en vicios análogos a los que habían venido a suprimir.
Como con cualquier aspecto de la estructuración de la vida pública y del funcionamiento de las instituciones, un desarrollo correcto de la actividad de los partidos ha de basarse en una normativa adecuada y en una cultura democrática que oriente los comportamientos de los dirigentes y los dirigidos. Elementos tales como la financiación, el modo de selección de los candidatos a las elecciones y de designación los cargos de gestión interna, el sistema electoral imperante en el país, los cauces de participación de los militantes en las decisiones, los mecanismos de control y de rendición de cuentas, la garantía de la neutralidad del aparato en las primarias, son decisivos a la hora de evitar el cumplimiento inexorable de la ley de hierro enunciada por el sociólogo alemán Robert Michels hace ya un siglo. Es evidente que la regulación de los partidos actualmente vigente en España presenta enormes lagunas en cada uno de estos puntos y que mientras no se implante un marco legislativo y jurídico que impida que un reducido grupo cooptado haga y deshaga a placer en el seno de la organización, el número de los Manuel Meco seguirá creciendo y el peloteo, la capacidad de intriga y la sumisión al líder continuarán operando frente a la preparación, la experiencia y la excelencia. Y así, después de un tiempo largo en el que una normativa inteligente y completa vaya creando los hábitos de conducta requeridos mediante los incentivos de premio y castigo apropiados, se conseguirá que los partidos políticos operen de forma medianamente aceptable. En tanto no se legisle en la dirección descrita, tanto la corbata como la coleta tenderán al autoritarismo, la corrupción, el nepotismo y la arbitrariedad.