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José Manuel Rebolledo no estaba bien de la cabeza. Le llamaban “el loco del muelle” porque se pasaba las tardes junto a una de las machinas del puerto de Santander con la mirada fija en la bahía. Sólo se quedaba ahí, de pie, con los ojos extraviados y cara de atención, escuchando lo que las olas le decían al romper contra la piedra. Cada anochecer, el loco se despedía del mar y se iba caminando hasta su casa en el Alto de Miranda.
Una tarde, un hombre vio a Rebolledo rodear un noray, acercarse al borde de la dársena y gritar abajo: “¿Seguro? ¡Eso me parece una locura!”. Después, el loco se incorporó, levantó las manos y volvió a gritar: “¡Eso haré, eso haré!”. El hombre se acercó a Rebolledo, le tocó en el hombro y preguntó: “Oye, loco, ¿qué te han dicho las olas?”. Rebolledo levantó la vista, puso cara de pasmo y susurró: “El mar me ha dicho que deje de beber agua corriente porque está contaminada”.
Un mes después, Rebolledo llegó corriendo, desmadejado y al borde de la taquicardia, a la comisaría de la Plaza Porticada y pidió hablar con el comisario “para darle una noticia de mucha importancia”. El policía de la puerta llevó a Rebolledo a una sala de interrogatorios y llamó a Lainz, el inspector de guardia, que masculló toda suerte de herejías mientras bajaba las escaleras, entraba en la habitación y miraba a Rebolledo a los ojos diciéndole: “No tengo tiempo que perder, loco, ¿qué quieres?”. El loco miró al suelo: “Llevo un mes sin beber agua del grifo”. El inspector levantó los hombros: “¿Y a mí qué con eso?”. Rebolledo levantó la mirada: “Han echado algo en el agua para controlar nuestras mentes”. Lainz se revolvió: “No fastidies, Rebolledo” y dio media vuelta para largarse de allí. Antes de que pudiera echar mano al picaporte, el loco gritó: “¡Controlan nuestras mentes! ¡Las controlan! ¡Tiene que creerne! ¡Me lo han dicho las olas! Espere, oiga… ¿Ha oído alguna vez eso de que Susana Díaz es el líder que necesita el socialismo en España?”.
El inspector se llevó la mano al interior de la americana, sacó su revólver, se dio media vuelta, levantó el brazo y disparó. El tiro le entró a Rebolledo justo entre los ojos y se desplomó sin decir nada. Diez segundos después, tres policías entraron corriendo en la sala. “¿Qué cojones ha pasado, inspector?”. Lainz guardó la pistola en la sobaquera, hizo un gesto de fastidio y respondió: “No sé cómo se ha enterado, pero el loco sabía lo del agua”.
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