Del amor a la conspiración por la conspiración, por su propia belleza intrincada donde ‘tout se tient’; del tipo que responde a las explicaciones más probables y sencillas con un “¡Eso es lo que quieren que creamos!” y cambia la navaja de Occam por el sacacorchos, de todo eso se nos ha hablado mucho. El conspiranoico vocacional tiene ficha completa del psiquiatra de ocasión y sus divulgadores mediáticos, y quien más quien menos todos tenemos su perfil psicológico en algún archivo.
Pero hay otra razón, distinta de la necesidad de un universo ordenado, para desear que lo que vivimos responda a una conspiración gigantesca, que estemos en manos de genios del mal que mueven todos los hilos: la conspiración total es una explicación consoladora, por grandiosa. Es estéticamente reconfortante.
Lo terrible, lo desolador, es darse cuenta de que la creciente tiranía que padecemos, el control omnímodo sobre nuestras vidas, el empobrecimiento deliberado, es obra de un caterva de politiquillos cutres, de pícaros mediocres de gustos infames y motivaciones pedestres. ¿Quién no preferiría ver detrás de nuestra decadencia a un elegante Dr. No, a un sofisticado Ernst Stavro Blofeld de ambiciones universales y respuestas ingeniosas, mejor que saberse en manos de zafios mindundis?
Los whatsapps que está publicando El Mundo no son escandalosos. Son tristes, por mezquinos, como los de un grupo de encargados de una oficina planeando zancadillas para medrar y chismorreando de sus colegas. Eso es lo intolerable.
Es un aspecto del castigo que nadie esperaba, la vuelta de tuerca. Uno espera cualquier cosa terrible, pero le pide secretamente al Apocalipsis cierta grandeza. Que llueva fuego sobre Sodoma. Un ejército de guardias imperiales ocupando las instituciones. O, si no vamos a tener nada de esto, que nuestras desdichas las programe una camarilla de malvados talentosos.
Pero teníamos que beber el amargo cáliz hasta el fin, hasta ese desolador detalle de sabernos sometidos al capricho de un jefe de la planta de Caballeros de Galerías Preciados compartiendo risas sobre una colega con un trasunto de Torrente que coloca pilinguis en empresas estatales.
Nos ha engañado Milton, con la hermosura de su Ángel Caído. El mal es malo. Parece una perogrullada, pero lo cierto es que tendemos a ver una cierta magnificencia en el mal absoluto, una belleza oscura, cuando lo cierto es que, en su extremo, el mal es también aburrido, cutre, mate, desangelado (literalmente), sin interés.
«Estoy viendo la entrevista a Malasaña en laSexta» no es carne de Watergate. Es peor.