Cuando Pedro Sánchez vio que Trump resucitaba la apuesta por los hidrocarburos, le faltó tiempo para acudir al Día del Hidrógeno organizado por Enagás y allí, delante de la elite del ramo, proclamar su inquebrantable fe en las energías renovables. No era una declaración ideológica; era una declaración de poder. Podríamos resumirla así: «Vosotros apoyadme, que yo os seguiré apoyando». Porque, en efecto, la gran industria de las energías renovables no habría podido sobrevivir sin las generosísimas inyecciones del erario público. Ese mismo día —y nada es casual— la Comisión Europea presentaba su Brújula de la competitividad y, entre otras cosas, reafirmaba la apuesta de Bruselas por el llamado pacto verde. Tampoco esto era una declaración ideológica ni el enunciado de un programa político: era un mensaje a los grandes grupos de presión del continente para asegurarles que, por mucho que Trump cambie la política energética de los Estados Unidos, Europa va a seguir el camino emprendido en 2019 con el pacto verde dentro de su estrategia de cambio climático. Es decir, que la Unión Europea va a seguir apoyando financieramente a toda la gran industria comprometida en un vasto programa de reconversión. Ese programa que, sin pedirnos opinión, ha venido condicionando nuestras vidas durante los últimos años.
Esto no es sólo política o sólo economía: es todo a la vez, y es también ideología. Es imprescindible tener esto presente para entender lo que pasa ahora mismo en Europa y cuál es el significado nada etéreo, sino bien material, de la oposición entre globalismo y soberanismo; por qué nuestros grandes partidos, tan diferentes, sin embargo se ponen de acuerdo para votar lo mismo en Bruselas; por qué despierta tanta alarma el surgimiento de partidos que aspiran a reverdecer el viejo concepto de interés nacional y por qué, en fin, la victoria de Trump ha levantado semejante hostilidad en el establishment europeo. Adelantémoslo ya: el retorno del interés nacional no sólo significa un giro radical respecto al paradigma ideológico dominante, sino que, además, pone en peligro toda la estructura de poder —económico, político, cultural— vigente en Europa. Tanto lo pone en peligro, que esa estructura no dudará en acosar sin tregua a un país como se ha hecho con Hungría, anular unas elecciones como en Rumanía, contemplar la ilegalización del segundo partido del país como en Alemania o promover coaliciones imposibles como en Francia, todo con tal de que no llegue al poder alguien capaz de poner en cuestión el statu quo.
La columna vertebral del poder
Hay que acostumbrarse a pensarlo todo a la vez: política, dinero, ideas. Eso que se llama globalismo es la ideología informal —o, si se prefiere, la cobertura retórica— de una amplia constelación de intereses que viene movilizando billones de euros en toda Europa y que desde hace años ha puesto a los resortes políticos del poder a su servicio. La apuesta europea por las energías renovables, por ejemplo, supuso en 2023 una inversión de 134.500 millones de dólares US, sólo por detrás de China. Las empresas del sector entran en ese maná con la certidumbre de tener el negocio asegurado. Como las empresas, por naturaleza, buscan el negocio, harán lo imposible para mantener esas cifras de inversión. Si para ello hay que subvencionar con cientos de millones a grupos ecologistas y activistas políticos, se hará, como denunciaba recientemente el diario holandés De Telegraaf. Esos grupos y activistas crean una conciencia, una opinión, que es el combustible ideológico de un suculento negocio. En esta estrategia, es imprescindible mantener el relato del cambio climático, que se ha mostrado extraordinariamente eficaz a la hora de convencer al ciudadano para que acepte las cosas menos aceptables. Ideas, dinero, política: todo en el mismo movimiento.
Algo semejante ocurre con la política de reducción al mínimo del sector primario europeo, que ha llevado al colapso a los agricultores, ganaderos y pescadores de nuestras naciones, pero que ha reportado cuantiosos beneficios a las grandes empresas del sector al permitirles externalizar su actividad trasladándola a países como Marruecos, donde pueden producir con un coste muy inferior. Este negocio necesita justificar de alguna manera la devastación del campo europeo, y ahí entran leyes como la de la llamada restauración de la naturaleza, las leyes de bienestar animal, etc., bajo la influencia del discurso verde. Del mismo modo, la reestructuración del sector industrial europeo, sometido a los ritmos que marca la reconversión energética, requiere una mano de obra mucho más dócil que la arisca clase media europea, acomodada y esterilizada después de decenios de bienestar, y ahí entra otro discurso concomitante: el de la transformación de la inmigración socioeconómica en “acogida a los refugiados”, que además ofrece la ventaja de diluir poco a poco el viejo espíritu nacional y facilitar la imposición de políticas transnacionales. En efecto: ideas, dinero, política, y todo a la vez.
Podríamos seguir multiplicando los ejemplos, pero no es preciso: lo esencial es constatar que a lo largo de los últimos veinte años se ha ido consolidando en Europa una estructura de poder económico que, a su vez, ha orientado la evolución política de nuestros países. Así los partidos de derecha clásica se han ido haciendo cada vez menos nacionales mientras los de izquierda se hacían menos de clase, abrazando unos y otros discursos aparentemente contradictorios, pero convergentes en lo fundamental. ¿Y qué es aquí lo fundamental? Lo fundamental es la aceptación de un marco presidido por la transformación energética (con el dogma climático como coartada), la modificación del mapa social y cultural vía inmigración, la desnacionalización de los sectores productivos y —corolario inevitable— una deuda pública monumental que se espera gobernar con las contorsiones del Banco Central Europeo y el socorro de los grandes fondos transnacionales de inversión para que no falte el combustible financiero. En eso están de acuerdo todos, desde el PP hasta Sumar pasando por el PSOE y cualesquiera otros partidos liberales, ecologistas o democristianos del ancho espectro europeo. Todos menos… los soberanistas. Y esta es la gran novedad.
Los soberanistas, en efecto. Llamémosles patriotas, si se prefiere. Desde el momento en que uno plantea el interés nacional como norte de la acción política, las exigencias del pacto verde empiezan a verse como un obstáculo insoportable para la actividad productiva, la aniquilación del sector primario equivale a un suicidio, la apertura de fronteras a la inmigración se revela como una amenaza, la desnacionalización de la economía se asemeja a un expolio y el exceso de deuda pública aparece claramente como una nueva forma de dependencia semicolonial. Dicho de otro modo: los soberanistas proponen una impugnación global del paradigma político europeo. En consecuencia, el sistema de poder vigente hará lo imposible para que estas opciones políticas no prosperen. Lo está haciendo ya, apartándolas en lo posible de las responsabilidades institucionales y obligándolas a competir con una mano atada a la espalda. Y aún así, crecen. Crecen porque, por muy tenaz que sea la propaganda del poder y por muy intensas que sean sus maniobras, la realidad se impone: toda esa política europea de los últimos años ha conducido a sociedades empobrecidas, sin expectativas de futuro, con una clase media —el gran milagro europeo de la posguerra— crecientemente pauperizada, en unas comunidades sometidas a inauditas tensiones por la inmigración y en el marco de unos Estados incapaces ya de garantizar su obligación fundamental, que es la protección del ciudadano. En ese paisaje, sin riqueza, sin seguridad, sin identidad, cada vez más europeos experimentan una insoportable sensación de haber sido estafados. Y se revuelven.
Nadie tiene una bola de cristal, pero no es difícil augurar que, en breve, la gran división política en nuestras sociedades ya no será liberalismo/socialismo o, más genéricamente, derecha/izquierda, sino esta otra que opone al poder establecido —llamémosle globalismo— frente a su contestación soberanista. La victoria de esta última supondrá necesariamente una rectificación a fondo del marco en el que hoy nos movemos. No es imposible. De hecho, hoy es más posible que nunca.