«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.

Lo que importa es la nación, no la «institucionalidad»

19 de septiembre de 2023

En las últimas semanas estamos oyendo hablar mucho de «la institucionalidad». Lo dicen los políticos de todo pelaje. Menos probable es que sepan qué quiere decir. El PP asegura que va a defender la institucionalidad contra los devaneos amnistiadores de Sánchez. El PSOE asegura que el PP es un peligro para la institucionalidad. O sea que la institucionalidad sirve para una cosa y para su contraria.

El término «institucionalidad» es tan lábil porque es un concepto puramente instrumental. En rigor, y dicho en dos palabras, «institucionalidad» equivale a eficiencia del Estado de Derecho. Ahora bien, el enunciado viene rodeado por unas connotaciones que lo llevan bastante más allá de lo que podríamos entender por «seguridad jurídica». No es un azar que el vocablo venga hoy de la mano de las estructuras globalistas, que montan observatorios internacionales para medir el grado de institucionalidad de los diferentes países. El Foro Económico Mundial, por ejemplo, habla mucho de estas cosas.

En la mentalidad globalista, las sociedades son esencialmente máquinas neutras que responden a impulsos, deseos y ambiciones iguales por todas partes y que pueden ser adecuadamente gestionadas si se manejan bien sus mecanismos (o sea, la institucionalidad). La política se reduciría a eso. Hoy las naciones occidentales han abrazado prácticamente de forma unánime este modelo: casi todas han renunciado a lo que solía llamarse «competencias regalianas», es decir, los atributos que antaño caracterizaban al Estado (moneda, defensa, fronteras, política exterior, etc.), y las han subordinado a las decisiones de instancias supranacionales. Así nuestras naciones han desertado de lo político, pues lo político, como decía Julien Freund, es ante todo decisión. Sin decisión, el ejercicio de la política termina reduciéndose a espectáculo de masas, cambalache o consenso, y el espacio de lo político queda enteramente neutralizado en el juego de unas instituciones llamadas a ejecutar unas decisiones tomadas desde fuera. Ejemplo: ¿Cuántas veces hemos oído que «España necesita un gobierno sólido que afronte las reformas estructurales que el país necesita»? Encomiable propósito si no fuera porque, por lo general, nadie explicita en qué consisten las tales «reformas», como si su contenido fuera implícito en la propia formulación de la frase. El político ya no decide qué modelo de país quiere. Menos aún el ciudadano, cuyo papel se limita, en el mejor de los casos, a votar quiénes han de ser los gestores.

Por poner un ejemplo gráfico, la institucionalidad es a lo político lo que la mecánica a la automoción: es fundamental para que el bicho funcione, pero no nos dice nada sobre adónde se quiere ir. En un paisaje de institucionalidad perfecta, podemos acabar como el automovilista del chiste: «¿Dónde vamos?», le pregunta el copiloto. «No lo sé —contesta el conductor—, pero llevamos una velocidad media excelente». La institucionalidad es una de esas fórmulas con las que la política posmoderna, que es radicalmente impolítica, define una idea puramente mecánica de la vida pública. El gobierno ya no es tal, sino gobernanza, es decir, una destreza técnica sin rostro. Los ciudadanos, el pueblo, también desaparecen y en su lugar aparece la ciudadanía, concepto que ya no define la cualidad de ciudadano, sino a su conjunto, un sujeto colectivo que a partir de ahora se define sólo por su adscripción administrativa. Y así sucesivamente. Nótese que estos neologismos políticos tienen un rasgo común: marcan una distancia creciente entre los gobernantes y los gobernados. Es el signo de ese nihilismo técnico envuelto en progresismo sentimental que se ha convertido hoy en ideología dominante (una ideología del final de las ideologías). La jerga, en fin, de una política sin polis y de una democracia sin demos.

Hoy España tiene, ciertamente, un problema de institucionalidad en la medida en que las instituciones son cada vez más disfuncionales, pero, como en el chiste del piloto, el problema de fondo no es ese, sino que el sistema político en su conjunto ha renunciado hace tiempo a contestar la pregunta fundamental: adónde queremos ir como sujeto político, como comunidad nacional. La amnistía a Puigdemont y sus mariachis sin duda es nociva para la institucionalidad porque deja en cueros a todas las instituciones que, desde el rey hasta los tribunales, se pronunciaron contra el golpe del 1-O. Pero, sobre todo, es nociva porque degrada a su mínima expresión la existencia entera de España como comunidad política.

Lo que ahora está en juego no es realmente la arquitectura institucional, sino la supervivencia nacional, porque las instituciones tienen su razón de ser en la existencia de un sujeto político previo que es la nación política. Tal vez —sólo tal vez— en la hora presente España pueda salvar la «institucionalidad». Pero servirá de muy poco si nuestras élites rectoras siguen empeñadas en eludir la pregunta fundamental: qué nos proponen hacer con la nación española. El hecho de que les dé alergia pronunciar esa simple palabra, «nación», alimenta los peores presagios. Pero miremos la parte positiva: cada vez más compatriotas entienden que es urgente, perentorio, formular un proyecto nacional para España.

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