«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en cuatro continentes, ocho países y seis idiomas distintos, y presta servicio como mentor ético. Ha publicado diez ensayos, entre ellos 'Ética para valientes. El honor en nuestros días' (2022) y 'El dilema de Neo' (2024); 'El bien es universal' (2025) es su último libro. También ha traducido más de cincuenta obras, de Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini, Thibon, MacIntyre y Chesterton, entre otros. Más información es davidcerda.es
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en cuatro continentes, ocho países y seis idiomas distintos, y presta servicio como mentor ético. Ha publicado diez ensayos, entre ellos 'Ética para valientes. El honor en nuestros días' (2022) y 'El dilema de Neo' (2024); 'El bien es universal' (2025) es su último libro. También ha traducido más de cincuenta obras, de Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini, Thibon, MacIntyre y Chesterton, entre otros. Más información es davidcerda.es

Lo trans

15 de mayo de 2025

Ha llegado la hora de acabar con la locura de la ideología —que no filosofía— trans. Hay demasiada gente sufriendo por esto, demasiado sinvergüenza haciendo con ello votos y —valga la redundancia— dinero, y además hay una mitad de la población, las mujeres, cuyos derechos no deben retroceder ni un centímetro porque esta nueva oleada machista se haya enquistado en ciertos campus y sedes políticas. Por si fuera poco, hay menores implicados, cuya defensa es un deber sacrosanto.

Las llamadas «mujeres trans» son hombres biológicos que padecen algo llamado «disforia de género», que la Wikipedia define (bien) como «un diagnóstico psiquiátrico que involucra un malestar significativo asociado a una discordancia entre la identidad de género y el sexo asignado al nacer, con el que las personas afectadas no se identifican ni sienten como propio», definiéndose esa «identidad de género» como «la percepción personal que un individuo tiene sobre sí mismo en cuanto a sus características anatómicas sexuales». Si la «disforia de género» no se clasifica en el DSM (el vademécum psiquiátrico) como «enfermedad» es por evitar su estigmatización —cosa que, por supuesto, atenta contra la ética—, pero no hay ninguna duda de que esa discordancia es fuente de padecimiento y que la condición es problemática. Y lo es de suyo, no ya porque se acose socialmente a estas personas —cosa que, de nuevo, es despreciable—, sino porque creer que «se ha nacido en un cuerpo equivocado» es un desvarío. No existe una persona previa a la concepción, a la dotación cromosómica. La persona trans reniega de sus características sexuales secundarias: se somete a cirugía y se hormona porque desearía ser de otro sexo, pero eso es imposible. Nadie tiene «derecho» alguno a que la naturaleza se comporte como le gustaría. Nacemos, nos sentimos de determinada manera (por motivos que van más allá de lo biológico), tenemos ciertas inclinaciones, etcétera: no hay error posible en nuestro nacimiento, pues la naturaleza es.

No sólo no es ningún problema, sino que es de recibo aceptar que algunas personas, por sus circunstancias vitales y sociales, hayan interiorizado el estereotipo sexual propio del otro sexo; estas personas, como todas, merecen poder expresarse y nuestro pleno respeto. Adicionalmente, quien sufre por su condición exige nuestra misericordia. Pero esta no genera ningún derecho a que los demás comulguen con todas sus demandas porque sencillamente las sientan, cuando además resulta que los sentimientos no son hechos, y sabemos que los hay equivocados, exactamente igual que los pensamientos. Lo único que es «transfobia» es agredir, insultar, etcétera objetivamente a estas personas, y de ningún modo puede serlo la sensación subjetiva de que uno está siendo agredido o insultado porque no se compran sus equivocados argumentos.

Ocurre, además, que el género, según sus propios defensores, es un constructo social, esto es, un invento. De ahí que sea demencial la micromoda de dar nombres neutros a los niños «para no condicionarles»; para abolir algo que no existe —el género— algunos tienen la genial idea de invisibilizar algo que sí existe —el sexo—, privando a los niños de uno de los pilares de su maduración. Bilbao acogió hace unos días el primer congreso sobre «infancias y adolescencias trans»; nada menos que el lehendakari institucionalizó este acto de terraplanismo sexoafectivo. Sabemos de innumerables historias de arrepentimiento —silenciadas; cuando lo cierto es que la inmensa mayoría de los niños superan su disforia—, y que por tanto constituye una irresponsabilidad y un crimen propiciar estas «transiciones» en menores. No existe un derecho de los padres a dañar a sus hijos (ni siquiera, supuestamente, «por su bien»), y por tanto no debería facilitarse que lo hagan. Las personas de cualquier sexo pueden desarrollar la sensibilidad afectiva y la preferencia sexual que les plazca, y es asunto de nadie inmiscuirse en ello; hacer que se signifiquen públicamente en cuanto a esto y desde pequeños es una canallada.

Podemos prescindir sin más del género: nos basta con el sexo. Hay otros constructos sociales que felizmente tratamos de dejar atrás, como el racismo (las razas tampoco existen). Las ventajas de este abandono pueden verse en el deporte. Cómo te sientas o te definas tiene una relevancia ridícula en cuanto a tu desempeño deportivo frente a la que tienen tus cromosomas sexuales (XX/XY). Es, además, autodestructivo hacer de tu inclinación sexual o tu deseo de apariencia tu identidad. Lo que ha hecho la teoría queer es ideologizar el sexo, llevándose por delante muchas vidas. Lo sigue haciendo. Y no solo lo hace violentando la ciencia (ser mujer no es un «espectro variable», sino una realidad biológica inmutable), sino también el lenguaje y por lo tanto las libertades. Para la teoría queer, que la homosexualidad o la transexualidad sean minoritarias es producto de una «concepción minorizadora» (como si yo afirmo que, con mi metro setenta y dos, no soy de estatura media, sino alta, pero víctima de una «concepción mediadora»); la teoría está contra la normatividad como quien está contra la estadística. Lo que hace es politizar la realidad; el fin es liberarse de «lo normal» (sea lo que eso sea, según convenga) e inventar víctimas con las que después lucrarse. No hace falta ser muy listo para entender a quién conviene este delirio identitario; pero hay que tener el rostro de hormigón armado para negar que hay un proyecto ultraliberal de fondo y considerar que apoyar esta sinrazón es «progresista».

Se trata, además, de una ideología que ha cursado en violencia no vicaria, sino directa, contra las mujeres, en forma de agresiones, insultos y amenazas. Como ha dicho J. K. Rowling, que ha sufrido en sus carnes el precio de afirmar que el pasto es verde, «nadie la ha votado, la inmensa mayoría de la gente no está de acuerdo con ella, y sin embargo ha sido impuesta, de arriba abajo, por políticos, organismos sanitarios, académicos, sectores de los medios de comunicación, famosos e incluso la policía. Sus activistas han amenazado y ejercido la violencia contra quienes se han atrevido a oponerse a ella. Se ha difamado y discriminado a personas por cuestionarla. Se han perdido puestos de trabajo y se han arruinado vidas, todo por el delito de saber que el sexo es real e importante». Ojalá el reciente fallo de la Corte Suprema de Reino Unido sentenciando que la definición legal de una mujer está basada en el sexo biológico sea el principio del fin de esta chifladura.

Esta forma radical de antifeminismo pasará al basurero de la historia, y nuestra obligación es contribuir a que eso ocurra cuanto antes. Detrás de este circo trans se esconde el mismo sexismo de siempre, solo que camuflado de «avances sociales». Si un niño de cinco años se siente atraído por los vestidos de su hermana, las uñas de colores o los tacones, resulta que hemos de plantearnos que puede ser una niña, o «alguien no binario». ¿Hay algo más rancio que eso? ¿Es que en 2025 hay algo malo en que a un niño le guste ponerse falda? ¿Y vamos a creer a quienes apoyan la ideología trans al tiempo que quieren prohibir las azafatas «vestidas de manera sexista» en la Fórmula Uno? Es la misma mentalidad retrógrada de siempre, solo que disfrazada de inclusiva tolerancia.

No sé lo que dice la llamada «ley trans» sobre esto que he escrito, pero tampoco me interesa, porque no hay ley que pueda hacer que lo falso sea verdad ni lo dañino benéfico. 

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