«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.

Los años nuevos

22 de diciembre de 2024

Los diez episodios de Los años nuevos (Movistar) son una obra de arte, lo mejor que ha producido «el audiovisual» español en muchos años. No sabría explicar el motivo, pero está dotado de un encanto único; hay algo, un estado de gracia, una atmósfera… algo triste, del color del final de la madrugada, pero bonito, o como dirían ellos, guay, que mola, que está bien y es nuestro.

Todo tendrá una explicación. Una gran arquitectura de sensibilidad que no sabemos ver pero sentimos. El trabajo de los actores sujeta la serie. La llena de gestos, miradas, seriedades, sonrisas, carnalidad, rubores, maneras que se van haciendo familiares… Ana y Óscar (Iria del Río y Francesco Carril) se nos quedan grabados para siempre. Deseamos su realidad. Ella es la chica de estos años, la hemos conocido: un poco voluble, tornadiza, en busca de algo, espontánea y libre; todo lo explica con un «como que» y tiene el amorío de rigor con un francés, pero en su capricho y pequeño egoísmo hay una calidez de sol que ilumina una ciudad, una vida, un año entero si aparece en Nochevieja. Ella es la que acciona el movimiento de planetas desacordados de su relación. «Un gin tonic para el chico triste de la barra». Y de Cupido, de agente propiciador, hace el amigo farlopero que también conocemos (hay generosidad en el vicio, el que alumbra al consumirse). Ese «vamos a por la siguiente» une a Óscar y Ana en un punto en el tiempo y es normal que los dos, pero sobre todo él, lo cuiden después como un ángel tutelar de la pareja.

Su sexo dura lo que una canción de Nacho Vegas, y no podemos reírnos porque al recordarlo sentimos que le ha brotado la ternura.

Ella inicia y decide al final, y entre tanto, el sostén es él, Óscar, un joven que nos acaba seduciendo como un amigo infalible. Médico en la precariedad covidiana de Lo Público (modelo social, éticamente irreprochable). No solo se sobrepone a ser hijo de Benjamín Prado (pasmoso cameo), a la desconfianza que le paraliza desde niño o a una novia arrolladora de la que deberá desenamorarse, a Óscar le espera el dolor y un vía crucis de años solitarios que lo ennoblecerán. Es obstinado en su fascinación y sabe conservar lo perdido.

Es una historia sobre la treintena, sobre la España de 2014 a 2024, sobre la juventud tocada de podemismo que (dirán) «se fue desengañando», hay incluso quien acaba hablando en «elle»; posadolescentes que escuchan las canciones de los anuncios, que hacen los viajes que todos hicimos o deberíamos haber hecho, y viven una España pobretona, al día, desesperante, que hay que aceptar porque nos ha vencido. Siempre vence. Aunque ese mundo quizás ya se haya desvanecido, ya sea otro, acabe de desaparecer…

En un Madrid mitificado, mudo protagonista sin hacerse notar, ficticio pero tan real que apetece ir a Hilarión Eslava (el número no lo digo), y tocar al telefonillo para que baje Óscar y decirle: tío, espabila…

La serie registra incluso la aparición de Vox en un episodio, el 7, con algo asombroso y tan gratuito… «¿Te acuerdas de Fulano (amigo de la infancia)? Cuelga cosas de Vox en Facebook». «Qué horror». La grandeza (ellos dirían la grandeza democrática) de las personas de Vox será pasarlo por alto y disfrutar la serie y apreciarla con generosidad. Es un ejercicio único, si lo pensamos bien, un privilegio, una grandeza de espíritu que la «ficción» exige en el «derechista» o, simplemente, en el extrañado.

Sorogoyen y su equipo han hecho algo conmovedor, un artefacto, un retrato generacional que quedará. De nuestra banalidad mileurista han logrado poesía; de la década perdida de cada uno, un monumento. Han descrito un rescate, el único posible ya. Una relación contada en diez nocheviejas que mantiene hasta el final la mayor intriga de todas, superior a cualquier thriller: cómo llegarán a estar juntos; qué será lo que les separe (la espera en vilo de la discusión, del acontecimiento triste), si acabarán volviendo… La sensación de fragilidad está rodeada de algo trágico. Eso es la serie: la aparición física en nosotros de esa enorme fragilidad. El peso de lo que está en juego, la gravedad, está en los ojos de él. Desde el primer momento. La intriga la alimenta ella porque su interior, marcado por ese anhelo inconcreto «como de» Erasmus,  no lo conocemos del todo. Ella dice al final lo que había callado. Hay dos cosas que han compartido en la distancia: la alucinación del otro, y el pensamiento constante. Hay veces que pienso en ti, no muchas, pero tampoco pocas.

La serie se sostiene sobre largas conversaciones coloquiales que bordean lo anodino, ordinarias, como un documentalismo de lo real, pero dentro de una densidad temporal distinta, la de la Nochevieja, cuando el año se concentra, y la de una década de experiencias compartidas, de amigos, familia, anécdotas… Ana y Óscar nos llevan por los años, y arrancan recuerdos en nosotros, nos remueven como una coincidencia a la que siguiera otra y otra y otra… Cuando la década acaba, en este mismo fin de año, sentimos el presente, el de ellos y el nuestro, como algo palpitante traído ante nuestros ojos. Algo cargado de tiempo y energía, de urgencias y vacíos.

Esa década de los dos asciende al arquetipo, como un Ulises de Joyce sin pretensiones, para todos. Su periplo es el nuestro. Sentimos la duración real del tiempo, la congoja y la raíz de certeza del amor.

El sentido de la aventura de Ana, su inquietud un poco desconcertante, lo mueve todo. Ella calcula siempre lo que vive y lo que se está perdiendo. Él es estable, fiable, y no lo necesita porque ya lo sabe… Él está, ella viene y va. Ella le enseña el riesgo, y él o el tiempo, a reconocer el momento. El «ya», ya está. Es esto. ¿No ves que no puedes ni salir de la habitación? En una hermosa ciudad horrible en la que ya es un lujo vivir (al final agradeceremos estar, el milagro inmobiliario de estar vivos), los dos se alejan, se acercan, cambian, se esperan, a veces a sí mismos y logran eso que llamamos una historia. Buscarse en el tiempo, y encontrarse, como dos náufragos que vencen la corriente hasta abrazarse y luego se abandonan juntos a su curso.

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