Los mandatarios BRICS están reunidos en Rusia. Putin se da un baño de respetabilidad internacional y muestra a Occidente que no está solo. En efecto, la solidaridad que le vienen demostrando China, Irán o Venezuela va mucho más allá de la photo opportunity. El fracaso en Ucrania le ha supuesto un desgaste militar tal, que sólo puede continuar la lucha gracias a los drones iraníes Sahed y los misiles norcoreanos KN23 (esta semana se supo que hay hasta soldados de Pyongiang en el frente de Kursk). Si el régimen de Putin ha sobrevivido a las sanciones comerciales, es porque China ha pasado a absorber el 60% de las exportaciones rusas; Turquía, Irán o India también han proporcionado válvulas de escape.
Lo cierto es que existe todo un «frente de rechazo» antioccidental cada vez más cohesionado. Incluye a Rusia, China, Irán (más sus proxies Hezbollah, Hamás y los hutíes), Corea del Norte, Venezuela, Cuba… Niall Ferguson no duda en hablar de una Guerra Fría 2.0: como lo fue la primera, es un pulso político, diplomático y de disuasión más que directamente bélico, aunque en cualquier momento el frío puede tornarse calor, como ocurrió el 7 de octubre de 2023 con el ataque a Israel —vía Hamás— de un Irán desesperado por hacer descarrilar los Acuerdos de Abraham de normalización de relaciones de Israel con Emiratos, Bahrein, Sudán y Marruecos, auspiciados por Trump en 2020.
Anne Applebaum prefiere hablar de «Autocracia S.A.«, un cártel de cooperación cleptocrático-político-militar entre dictaduras corruptas. Alega que le falta a ese bloque la homogeneidad ideológica que tuvo el Pacto de Varsovia. Dice que Rusia es nacionalista, China (post)comunista, Venezuela bolivariana, Irán teocrático, Corea estalinista… En realidad, todas esas ideologías son sólo aparentemente heterogéneas: tienen en común el rechazo absoluto a la democracia, al Estado de Derecho y a las libertades clásicas (de pensamiento, expresión, religión, información, educación…). El lugar más parecido al Gulag en el que reventó Navalni hace unos meses es el Laogai chino en el que se hacinan miles de uigures; lo más similar a una cámara de tortura norcoreana es un centro de detención iraní en el que se golpea a mujeres de las protestas anti-velo (537 fueron muertas en 2022 según organizaciones de derechos humanos). Y lo más parecido a las elecciones-farsa de Putin son los pucherazos de Maduro.
Es una Guerra Fría psicológicamente asimétrica: nosotros no creemos tener nada contra ellos («¿qué nos ha hecho Rusia? ¿Qué se nos ha perdido a nosotros en Ucrania?»), pero ellos tienen muy claro que nosotros somos el enemigo: por eso servicios secretos, granjas de bots y terminales mediáticas rusas y chinas no cesan de promover cualquier movimiento que pueda desestabilizar a Occidente, sea separatista (vean el caso Voloh y las promesas rusas a Puigdemont/Alay), de ultraizquierda o de ultraderecha. Las dictaduras se sienten amenazadas por la existencia misma de las democracias, que las deslegitiman por comparación. Esta es la verdadera razón de la invasión de Ucrania: Putin no podía permitir la consolidación de un Estado de Derecho (y Ucrania estaba en vías de ello, aunque todavía con imperfecciones) en un territorio tan próximo geográfica e históricamente; existía el riesgo de que los rusos pensaran «¿y por qué nosotros no?».
Esto no son fabulaciones de boomer; son afirmaciones explícitas de documentos oficiales de la internacional autocrática. El Memorándum nº9 del Partido Comunista Chino (2013) enumeraba siete peligros para el régimen: el primero era «la democracia constitucional occidental»; el segundo, la idea de «valores universales»; figuraban también los medios de comunicación independientes y la idea de participación ciudadana. Y el 4 de febrero de 2022, en vísperas de la invasión de Ucrania, Putin visitó a Xi Jinping; de ahí resultó una Declaración Conjunta que afirmaba: «No existe un único guión para guiar a los países en el establecimiento de una democracia. Una nación puede escoger formas y métodos de aplicación de la democracia que sean adecuados a su situación particular, basados en su propio sistema social y político, su pasado histórico, tradiciones y características culturales únicas. Incumbe sólo al pueblo de un país juzgar si su Estado es democrático». ¡Basta de monopolio occidental en la definición de las libertades! ¡Cada cultura entiende los derechos a su modo! Si el modo chino incluye las extracciones de órganos vitales a presos de conciencia (práctica documentada por el informe de los juristas David Kilgour y David Matas) y el ruso la caída providencial de gotas de polonio en las tazas de té de los opositores, Occidente no tiene nada que decir, pues nadie le ha investido juez moral de la humanidad.
La propaganda del bloque autocrático maneja con habilidad teclas emocionales como el anticolonialismo, el antiamericanismo y el resentimiento histórico de asiáticos o africanos tras cinco siglos de supremacía occidental. Una de sus claves es la apelación a la soberanía, enfrentada al llamado «globalismo»: un país soberano «entiende los derechos a su modo» y no se deja supervisar por organismos internacionales en materia de libertades. Otra es la palabra mágica «multipolaridad», contrapuesta a la anterior situación de supuesta unipolaridad yanqui. Y los que no saben que lo que está en juego no es un mero reparto geopolítico del poder, sino la libertad y la civilización, son convencidos de que es preferible un escenario de «equilibrio multipolar», «respeto mutuo» y «cooperación win-win» a uno de «unilateralismo occidental». Hasta Maduro ha dicho que «sueña con un mundo pluricéntrico».
Pero es que no hay tantos polos; en realidad sólo hay dos: países en los que «si suena el timbre a las seis de la mañana, es el lechero» y países en los que puede ser la policía secreta. Los del primer bloque son casi todos occidentales, aunque haya excepciones como Japón o Corea del Sur, y en el segundo han caído, desgraciadamente, países occidentales como Venezuela o Cuba. Los primeros ven su cohesión debilitada por el nacionalismo (¡neutralidad!, ¡OTAN no!), la ignorancia de la fragilidad de la libertad y una autodenigración civilizacional que en la izquierda woke se remite a nuestros supuestos pecados históricos, y en la derecha conservadora a nuestro lamentable presente de libertinaje e infertilidad.
Y sí, Occidente es decadente, pero la solución no es rendirse a las tiranías (que, por otra parte, no exhiben índices de salud social mejores a los occidentales: Rusia es campeona mundial de abortos y la natalidad china está bajo mínimos). Éstas cooperan con cada vez más eficacia, como se explica en el libro de Anne Applebaum. Cuando el régimen de Maduro se tambaleó en las grandes movilizaciones de 2014, empresas rusas como Gazprom o Rosneft acudieron a llenar el hueco que dejaban las occidentales en retirada. Irán ha enviado técnicos para reparar refinerías venezolanas; China comparte con Caracas su tecnología de espionaje, vigilancia y control de multitudes. Rusia facilita tecnología atómica a Irán para que pueda proseguir su búsqueda de la bomba. En Níger, Mali y República Centroafricana —como explica el interesante artículo de Aquilino Cayuela— la retirada de tropas francesas ha dejado paso inmediatamente a la entrada del Grupo Wagner (la operación había sido precedida por la consabida campaña «descolonizadora» orquestada por terminales informativas chinas y rusas). Rusia ofrece a dictaduras africanas un «kit de supervivencia» completo que incluye guardia de corps para el dictador, represión brutal de la oposición, propaganda mediática antioccidental y «multipolar», contactos cleptocráticos para el lavado de dinero…
¿Sabremos cooperar para la defensa de la libertad con el mismo ahínco con que ellos cooperan para destruirla?