«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.

Los charcos

25 de marzo de 2025

Con la temporada de lluvias, cuya continuidad se debate ahora mismo en un cielo conflictivo, lleno de posibilidades, aparece la figura un poco olvidada del charco.

Esa acumulación de lluvia, pequeño estancamiento, conocida como charco, no confundir, aunque esté relacionada, con la charca.

El charco necesita, para ser, una urbanización incompleta o imperfecta. El bache o socavón es padre del charco; por supuesto los solares o los descampados.  

Al parar la lluvia, igual que el arco iris o los caracoles, aparecen los charcos y cerca de ellos los niños, que son quienes mejor los detectan. Por eso conocen las irregularidades del parque infantil mejor que un golfista el green. Como si fueran fantasmas familiares, los charcos siempre aparecen en el mismo sitio y con la misma forma.

Hemos visto estos días niños saliendo a cazarlos. Calzando sus botitas de agua, sus katiuskas, surgían, al aclarar un poco el día, con los primeros rayos de sol, rayitos de su tamaño, a buscar charcos donde meterse, nieve postrera.

El padre que ha llevado a los niños a encontrarlos ha sido probablemente el padre del mes.

Todos hemos tenido unas botas de agua, bien baratas, que eran las primeras y a lo mejor únicas botas de fútbol, botas anteriores a todo porque eran las de patear charcos.

Había que ver a esos niños introduciéndose bautismales en las aguas cenagosas. Ahí se ve su cambiante naturaleza. Todo el candor primero se convierte al rato, con un poco de confianza (esa seguridad que necesita todo niño), en malicia chapoteadora porque el acto de pisar charcos es primo hermano de la patada al hormiguero. El niño calcula posibilidades de salpicación. Es el lagar del barro, donde obtiene la cosecha más preciada.

Todo charco tiene también algo de cristal roto.

Los niños cazacharcos, hartos de los columpios de siempre, y enrabietados por el encierro de la lluvia, salen ansiosos para aprovecharlos antes de que desaparezcan. Los explotan  como quien pincha un globo, tranquilos porque sus mamás les han concedido licencia para mancharse.

Cuando los miramos, podemos entender su disfrute, incluso disfrutar aproximativamente con ellos, pero sin llegar a sentirlo. La experiencia del charco, el placer del chapoteo, es un infantilismo que perdemos. Podemos disfrutar ocasionalmente de un balancín, de una gominola, de unos dibujos animados, pero el charco para nosotros es solo charco, pierde por completo su profundidad, su magia, su placer, incluso su uniformidad de concepto: vemos cavidades irregulares con agua, no ese todo en el que ingresar, ese gua de ilusión.

Privados de ello, los adultos han conservado la expresión «meterse en charcos» para la experiencia sucedánea de entrometerse en un asunto, intacto y tentador, por el efímero y travieso placer de hacerlo, a sabiendas de que de allí se puede salir muy manchado. 

Fondo newsletter