Alguien tenía que decirlo: no hay nada más extremista que un moderado. Conozco a auténticos profesionales de la mesura, gente que pasa por la vida levitando por el pánico a pisar lo mojado. Los de la moderación en el comer, los de la moderación en el reír, los de la moderación en el holgar, y los de la moderación en el pensar, que son los que ocupan hoy un parte nada desdeñable de la granja política. Pero es sólo impostura. El español desconoce la moderación. Quien la exalta o no es español o es un extremista tan desorejado que necesita ocultarlo con una careta de prudencia y distante levedad.
Los de la moderación de las formas son los idiotas que, diciéndose de derechas, preferían ver a la Argentina bajo la suela de zapato de los Kirchner que con Milei a los mandos, sólo porque dice palabrotas. ¿Qué es más importante, no escuchar «la concha de tu madre» en un debate televisado o que te bajen de una vez los malditos impuestos y, de paso, dejen de robarte? El moderado duda, piensa, rasca la cabeza, y finalmente cede: «La educación es lo primero». Y se queda sin la educación y sin la bajada de impuestos y dejándose robar.
Pero volvamos a la idiosincrasia del moderado. Su aparente neutralidad ideológica no existe ni puede existir nunca. Cuando actúa como neutro tan sólo se convierte en un muro de contención para las ideas de uno de los dos lados. Por estar vacío, por no tener peso, por no tener fuerza, no es capaz de ejercer resistencia en varios flancos a la vez, de modo que lo barre la corriente, y casi siempre se deja barrer por la misma corriente.
El moderado lo es en muchos aspectos de su discurso, especialmente en los que le resultan incómodos, pero paradójicamente se muestra muy radical en otros. Cuando se adhiere a un argumento o una idea, el moderado es el tipo más totalitario que hay. Si quieres descubrir su verdadero rostro, dale una situación de excepcionalidad, como una pandemia de coronavirus, y lo verás tiroteando a transeúntes aleatoriamente si es necesario, o vacunando bebés a la fuerza tras arrancárselos del brazo a sus padres, o exigiendo los más prolongados y restrictivos toques de queda del mundo. ¿Por qué? Porque han cantado «bingo»: igual que «la educación es lo primero», ya sabes, «la salud es lo primero».
La obsesión por el consenso en la que vive el moderado a menudo resulta divertida, porque no es consciente de que, en determinadas situaciones, el acuerdo es una farsa, es un peligro, o sencillamente no sirve de nada. En su imaginario, el tibio cree que el acuerdo de una mayoría es suficiente para que una idea sea buena, pero lo cierto es que la mayor parte de las veces que demasiada gente se pone de acuerdo en algo suele ser para respaldar una estupidez, para proclamar una mentira, o para justificar un crimen.
En política, la máxima aspiración del moderado es conseguir que no ocurra nada en absoluto, que nadie hable de él, que nadie pueda fiscalizar sus decisiones —razón por la que procura no tomarlas— y que el tiempo haga su trabajo y dicte su sentencia, pero la única sentencia que sabe dictar el tiempo es «tic, tac», y eso no es demasiado útil para levantar un país. No lo verás atacando a sus rivales, porque el moderado también es chef, y su receta favorita para cualquier cosa es dejar que todo se cueza en su jugo.
De joven tenía en clase un compañero extremadamente moderado en las maneras, en las ideas, en la honradez, y en la forma de hablar. Siempre me asombraba su capacidad para la equidistancia y la flotación. Tenía extrañísima fama de buen tipo, pero era el típico que, mientras un matón descuartizaba a un pequeñajo, venía y le pedía explicaciones al pequeñajo mientras indultaba al matón.
Un buen día, durante un partido de fútbol de patio de colegio, se puso en la barrera del equipo contrario. Lanzaba yo la falta. Por alguna extraña razón, tal vez fruto de su extrema afición a la equidistancia, en vez de protegerse las partes íntimas se tapaba la cara con las manos. Un viento de maldad cruzó mi cabeza y, sin que fuera la idea inicial, zapateé la pelota con la rabia de un recién liberado de prisión, saliendo esta demasiado baja, y alcanzando muy lentamente altura hasta impactar de lleno en el epicentro del eje de rotación de los huevos del moderado a la velocidad de un tomahawk joven.
El muchacho, habiendo olvidado durante un instante su tibia posición en la vida, exclamó enrojecido mientras daba pequeños saltitos: «¡Díaz, cabrón, me acabas de volar las pelotas!», a lo que gustosamente respondí en su tono habitual, porque el moderado sólo merece la misma equidistancia que ofrece ante todos los dilemas morales: «En absoluto, Gómez, tampoco seas extremista». Espero que el buen Dios no me lo tenga en cuenta. Pero, quién podría imaginarlo, el tipo hoy es un talibán wokista, animalista, calentólogo, y aliado feminista modalidad planchabragas. Y sin pelotas. Mira, eso que me llevo.