El alcalde de Barcelona, Jaume Collboni, se ha ido a París para predicar una alianza mundial contra el racismo. Aprovechando que su amigo Miquel Iceta, el exministro, es el embajador español en la UNESCO.
Me recuerda a Zapatero, que también predicó en su día la Alianza de Civilizaciones. Con un país de factura tan democrática como Turquía.
«En Barcelona hacemos de la diversidad nuestra fuerza y de la inclusión nuestra identidad», ha afirmado durante su intervención.
«Desafortunadamente, estamos en un momento en que se están normalizando los discursos racistas y discriminatorios», ha añadido.
Debe decirlo por la comisión de estudio sobre los discursos de odio creada en el Parlamento catalán por su propio partido —los socialistas—, además de Junts, ERC, los Comunes y la CUP.
Me temo que ya les hablé de ello en el artículo anterior. Uno de sus miembros es aquella diputada ‘antisistema’, Laura Fernández Vega, que dijo que «lanzar piedras a los Mossos y quemar contenedores es un hecho cultural propio». De paso felicitó a la «comunidad islámica de Salt» por los últimos disturbios.
Lamentablemente, el racismo es un sentimiento humano. Los hay de buenos y de malos. El hombre es así. Entre los malos: el odio, la envidia, los celos o el racismo.
En Europa nos flagelamos mucho con el racismo. Pese a que es de los continentes en el que menos hay. No es que no haya, aunque aquí hemos avanzado mucho al respecto: el Estado de derecho, los derechos humanos, la separación Iglesia-Estado, la democracia liberal, los tribunales de justicia, el respeto a las minorías. Al menos, en teoría.
Hay muchos otros países del mundo —en África o en Asia—, donde el respeto a los citados derechos está a años luz. Es más, nos creemos que el racismo sólo es blanco. Pero hay racismo negro, árabe o asiático.
Pregunten, si no, cómo tratan en el Magreb a los jóvenes subsaharianos que se han jugado la vida cruzando el Sáhara con la mente puesta en Europa. Y no quiero pensar mal, pero el número de extranjeros en Japón es de apenas el 3%.
Siempre me he preguntado también por qué las ricas monarquías del Golfo no acogían a refugiados sirios o palestinos —excepto los mandamases de Hamás— cuando son de su misma raza, lengua, cultura y religión.
No nos engañemos, tampoco: el racismo es con frecuencia bidireccional. Es cierto que puede darse en sociedades modernas con respecto a minorías. Como en la Alemania de Hitler con los judíos. Aquello no fue sólo racismo, fue un Holocausto: el asesinato en masa.
Sin embargo, a veces es del recién llegado respecto a la sociedad que lo acoge. Yo creo que la inmensa mayoría de los magrebíes en España no se integrará nunca. Es una identidad cultural y religiosa demasiado fuerte.
Para integrarte tiene que haber, sobre todo, voluntad de integración. Lo de las prestaciones sociales y subvenciones es secundario. Con frecuencia solo genera picaresca.
Te integras, en efecto, en una sociedad que admiras y la inmensa mayoría no admira a Occidente. No sólo por motivos políticos. También culturales o religiosos.
Es cierto que les hemos hecho muchas putadas. Las Cruzadas, la invasión de Irak, la cárcel de Abu Ghraib o el conflicto de Oriente Medio. Hay que recordar, sin embargo, que antes de las Cruzadas, hubo la Yihad, la guerra santa. El Cristianismo estaba antes.
Hace unos meses leí «España, contra el Imperio otomano» del historiador Juan Carlos Losada y explicaba que las razzias de los piratas berberiscos durante los siglos XVI, XVII e incluso el XVIII «costó millones de vidas, esclavos, heridos, torturados, apresados». Y si no que se lo pregunten a Miguel de Cervantes, apresado de regreso de la Batalla de Lepanto. Cinco años cautivo en Argel.
Lo dicho: difícilmente se integrarán. Nos ven como una sociedad pecadora y en decadencia. Aquí la gente fuma, bebe, escucha música e incluso algunos fornican fuera del matrimonio. Todas actividades prohibidas en el Islam. El último pecado ellos lo arreglan con hasta cuatro esposas. Como el imán de Salt.