Desde la ventana del hostal Trinkete, el etarra arrepentido Valentín Lasarte se estremeció al distinguir las luces de al menos cuatro patrullas de la Guardia Civil que iban a una velocidad endiablada por una calle paralela al río Baztán. Su compañera se acercó, le quitó al niño de los brazos y dijo: “¿Qué pasará, Valen?”. Él se encogió de hombros. “Ni idea”. Lasarte sintió que se le encogía el estómago cuando el primer coche de la Guardia Civil giró a toda prisa haciendo rechinar las ruedas y enfiló el camino al hostal. Lasarte intentó tragar saliva. “Voy a bajar. Anda, duerme al niño”. El arrepentido salió de la habitación, caminó el largo pasillo hasta las escaleras, bajó a recepción y a través de los ventanales vio a los cuatro patrullas que se detuvieron derrapando sobre la gravilla del aparcamiento. Veinte guardias civiles del GAR salió de los land-rover. Todos llevaban la cara cubierta con pasamontañas salvo un oficial que empezó a gritar órdenes.
El oficial y dos de los agentes, con hechuras de armarios, entraron en el hostal. Sin ceremonias, el oficial miró con dureza a los ojos del etarra y preguntó: “¿Lasarte?”. El etarra asintió. El oficial miró al recepcionista, le señaló con el dedo y preguntó: “¿La oficina?”. El recepcionista señaló una puerta que ponía “Reservado”. El oficial agarró a Lasarte de un brazo y dijo: “Vamos dentro”.
Uno de los guardias señaló una silla y empujó a Lasarte para que se sentase. El oficial achinó la mirada y dijo: “Estamos aquí para protegerle”. Lasarte abrió mucho los ojos: “¿De qué?”. El oficial sacó una pequeña libreta del bolsillo de la guerrera, pasó un par de hojas, leyó algo en silencio y dijo: “¿Sabe quién es José Manuel Olarte Urreizti?”.
Lasarte notó una punzada en el pecho y balbuceó: “Sí, eh, yo…”. El guardia civil le apresuró: “¿Yo, qué?”. Lasarte bajó la mirada: “Yo, eh, yo, eh, era un empresario que, eh, le maté por la espalda, en, ah, en julio de 1994”. El oficial asintió. “Ya. Vale. Bien. ¿Sabe quién es Enrique Nieto?”. Lasarte hundió la mirada en el suelo. “Lo mismo”. El guardia civil preguntó: “¿Qué es lo mismo?”. Lasarte musitó “joder” y luego asintió: “Yo le maté”. El oficial levantó la libreta y dijo: “O sea, que supongo que a José Antonio Santamaría, Alfonso Morcillo, Gregorio Ordóñez, Mariano de Juan y Fernando Múgica, también los mato usted, ¿no?”.
Lasarte se frotó las manos crispadas sin levantar la vista. “Sí, yo les maté o colaboré en su asesinato, pero soy un arrepentido, he sido expulsado de la organización y me he disculpado, tengo un permiso de seis días que…”. El oficial extendió su mano y frenó a Lasarte: “Esta mañana se ha recibido la información de que las tumbas de estas siete personas han aparecido abiertas, sin rastro aparente de haber sido forzadas, como si se hubieran abierto por dentro, no sé si me explico, quiero decir, que no han sido abiertas por fuera… Los cuerpos de estas personas no estaban en sus tumbas y en todos los casos se encontró en el interior de las tumbas la frase ‘Volveré en seis días’”.
Lasarte notó un calor húmedo en los pantalones y braceó en el aire gimoteando. “¡Tienen que protegerme! ¡Por lo que más quieran! ¡Tienen que hacer algo!”. El oficial miró la entrepierna de Lasarte y dio un paso hacia atrás. “Hay diecinueve agentes rodeando el hostal. De momento, vaya a su habitación y enciérrese”. El arrepentido se levantó, musitó “gracias” y a pasitos cortos escocidos salió de la oficina.
Uno de los agentes se quitó el pasamontañas y sonrió. El oficial asintió y dijo: “¿Todo preparado?”. El agente asintió: “Sí. A las tres de la mañana, Rebolledo se pondrá debajo de su ventana a aullar como un fantasma y a las tres y diez Carrascosa caminará por el pasillo del hostal pisando fuerte”. El otro guardia chasqueó los dedos. “Cojonudo, oye, cojonudo… se le van a hacer los seis días más largos de su vida”.