La juez Alaya, que merecería una estatua en La Maestranza y ser sacada en hombros de la plaza de toros –sólo por aguantar el impúdico escrache que le montaron los sindicalistas al inconcebible grito de “¡Libertad, libertad!” (¿hay algo menos libre que la coacción a quienes pretenden hacer justicia?)–, ha entendido que Maleni, como la llaman sus íntimos, pese a haber sido consejera de Economía, no ha tenido una grave responsabilidad en los robos de Andalucía y se ha limitado a mantener unas normas que se consideran necesarias para poder cometerlos sin meter la mano en el asunto.
Verdad será, si la juez lo sentencia. Hay, en efecto, políticos que roban lo mínimo posible, que se les entrega en sobres en forma de gratificación. ¿Es eso un robo? A los conferenciantes nos pagan con aplausos, y ciertos discursos en las manifestaciones son auténticamente gratuitos, pero quizá el abuso del dinero público no sea una acción punible en un país tan caótico como el nuestro.
Lo que sí es evidente es que el simple hecho de hablar ha tenido un premio. Malena ha hablado, ha llevado al juzgado papeles y documentos y, sin que tengamos legítimos datos para pensarlo, ha informado a la juez de algo de lo que sabía.
Es muy de agradecer este comportamiento, puesto que la mayoría de los imputados han perdido la memoria ante las preguntas de los jueces. Javier Arenas, por ejemplo, no sabía nada de nada. La amnesia atacó a Bárcenas durante una larga temporada y de Rajoy sabemos mucho más por sus silencios que por sus palabras.
Hay en la política personajes capaces de aprenderse de memoria 40 temas para hacer una oposición y cuando entran en una Sala de lo Penal no recuerdan ni el nombre de su madre. Esa ley de la Omertá siciliana tiene callados a los policías del caso Faisán en tanto que el diputado Gil Lázaro habla por los codos como si hubiese estado allí en el día de autos.
Recomiendo a nuestros imputados políticos la célebre magdalena de Proust. Lo cuenta en
la página 45 de su libro En búsqueda del tiempo perdido” (Ed. Plaza & Janés, 1975) y dice así: “Mandó mi madre por uno de esos bollos que llaman “magdalenas”… y muy pronto me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. En el mismo instante que aquel trago tocó mi paladar, me estremecí”. El motivo de ese estremecimiento fue la recuperación de la memoria. Proust, en ese momento, recordó toda su niñez feliz y su problemática juventud en Combray, que nos cuenta a partir de entonces con todo tipo de detalles.
Como bien sabemos Malena es nombre de tango. Frente al silencio de los corderos, ella se ha puesto a cantar aquello de Todo a media luz hasta que ha llegado a la frase de “y un gato de porcelana “pa” que no maúlle el amor”. Ahí se ha olvidado de la letra, aunque ha seguido con la música a otra parte, en la que no hay “ni porteros ni vecinos”, pero sí “un cóctel de amor”.
La que pronunció la célebre frase de “antes rota que partía” se mantiene leal a la disciplina del silencio a medias. Habla, pero no dice. Ignoro si es suficiente para la juez Alaya, pero es bastante probable que haya salvado la cara ante sus correligionarios.
No debemos olvidar que la memoria consiste en “hacer presente” –en convertir a la actualidad algo que vuelve a pasar por nuestro corazón, que es lo que significa la palabra ri-cordo y en eso consiste toda la sabiduría de atraer hasta nuestra memoria el tiempo perdido.
Quizá, como han pasado tantos años, una magdalena no sea suficiente para nuestra ex ministra, pero le recomiendo otro gesto: el de agacharse para quitarse los calcetines. Es así como Proust consigue acordarse de su abuela, que era una perfecta enciclopedia, capaz de enumerar hasta los mínimos detalles de lo que todos los demás han olvidado.
*Pedro J. de la Peña es escritor y profesor titular de la Universidad de Valencia.