De las clases de teatro que tanto gustaban a Macron cuando era adolescente nació el «amor» por Brigitte, pero no una gran capacidad actoral. Su alocución televisiva del pasado jueves, comparable en dramatismo a la que hizo en el arranque del encierro pandémico, y donde «la amenaza rusa» tomó el relevo del COVID como enemigo de Francia, no levantó grandes pasiones. El mismo día, un sondeo encargado por distintos medios de comunicación a la empresa de demoscopia CSA reveló que el 65% de los franceses se opone al despliegue de tropas en Ucrania. La cifra es algo inferior al 72% del año 2023, pero sigue siendo elocuente. Sólo el Journal du Dimanche matiza que el envío de soldados estaría relacionado con eso que nuestros periódicos califican, salivando, de «paz armada». La paz armada es, según fórmula que aprobaría Bernard-Henri Lévy, la paix sans l’aimer. Una paz sin ganas porque nosotros lo que queremos es heredar los restos de una guerra donde Úrsula ya está haciendo de kaiserina y el francés de Poincaré.
A pesar de la unanimidad búlgara de la prensa gabacha con respecto del mensaje presidencial, la encuesta de CSA se hizo carne cuando emisoras como Europe1 o Sud Radio abrieron los micrófonos a los oyentes. Pudimos oír cosas de escaso ardor guerrero. Surgieron, repentinamente, putinejos hertzianos sorprendidos al constatar que un maula incapaz de expulsar a los inmigrantes con orden de alejamiento del territorio nacional, los más peligrosos, pretendía erigirse en líder guerrero. Hubo también quienes abogaron por resistir activamente frente al belicismo gubernamental haciendo de bon petit français (sic). Es decir, exasperando, tocando los coucougnettes. Y nada de esto puede extrañar por cuanto Macron, cuya legitimidad política se asemeja a la de Pedro Sánchez, es un tipo al que ya sólo aguantan nuestros filósofos de cabecera.
En España, la burricie de los comentaristas a pie de artículo evocaba la grandeur del discurso presidencial, aunque realmente la cosa se pareció más al Mourir sur scène de Dalida, con coreografía de endeudamiento, desmantelamiento del maltrecho Estado del Bienestar y metida de mano a la cartilla de ahorros. Macron en estado puro, vamos.
El Gobierno francés lleva años intentando hacerse con el control de los seguros de vida y el llamado Livret A, que es donde se concentra el peculio de nuestros vecinos. La «amenaza rusa» ha creado la ocasión. Ya se empieza a hablar de comprometer el ahorro de los particulares para financiar el gasto en defensa. Desde hace años, los más conspiranoicos alertan sobre la intención gubernamental de expoliar tales activos en caso de crisis. Desde luego, esto no ha ocurrido aún, pero la incomodidad con la que se trata el asunto por parte del Gobierno y su voluntad de recurrir a esos fondos obliga a estar pendiente de un eventual «atraco».
La utilización del «peligro ruso» como excusa para cometer cualquier tropelía recuerda a tiempos no muy lejanos, cuando la guerra era sanitaria y el enemigo de entonces, inaprensible. El discurso de Macron, que nuestra prensa calificaría de «adulto», no tuvo por objeto tranquilizar a la población vecina, como se anunció cínicamente, sino angustiarla e ir preparándola para cualquier abuso o desafuero. ¡Qué gran patada se va a dar a Putin en culo gabacho! Y temo que no solo a ellos.
Sin embargo, lo más llamativo fue que el protegido de mundialistas tan desorejados como Jacques Attali o Alain Minc, aquel que pretende ceder la soberanía nuclear francesa para ponerla a disposición de la UE, tenga el cuajo de dirigirse a sus conciudadanos para decirles que la patria les necesita. ¿De qué patria estamos hablando? Oír a Macron hablar de la patria provoca el mismo efecto que si uno oyera a Jessica Rodríguez hablar de castidad.
Según Jean Monnet, «Europa se construirá en los periodos de crisis». La experiencia nos dice que la crisis, o el caos, es más bien el sustrato que asegura la supervivencia de nuestros líderes en el Viejo Continente. Desgraciadamente, incapaces de asumir su fracaso, no les queda otra salida.