«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Sevilla, 1986. Periodista. Ahora en el Congreso.
Sevilla, 1986. Periodista. Ahora en el Congreso.

Mannheim, capital de Europa

7 de junio de 2024

Europa sangra por la herida que hace décadas abrió el multiculturalismo que prometía, como en un anuncio de Benetton, felicidad e integración. Oponerse al plan de colorines condenaba a galeras al disidente, pues la conversación pública estaba entonces aún más secuestrada que hoy por los dos grandes partidos salidos del sistema impuesto por los Estados Unidos tras la victoria aliada en la II Guerra Mundial. Advertir de algo tan evidente como que los seres humanos no somos intercambiables porque tenemos cultura, religión, arraigo y familia estaba muy mal visto a ambos lados del único tablero donde se podía —y puede— jugar. Ahí se abrazan Uber y Pablo Iglesias, la patronal y el sindicato sistémico, el gran capital y el fariseísmo del padre Ángel.

Como las ideas tienen consecuencias, los profetas de las fronteras abiertas y los barrios convertidos en zocos de delincuencia y sharía pasan de puntillas ante este fracaso innegable redirigiendo su frustración hacia una culpa colectiva. «No los hemos sabido integrar». Usted, taxista de Getafe, pescador de Algeciras o camarero de Badalona tiene la culpa de que Mohamed no respete nuestras leyes e imponga prácticas como la ablación del clítoris o los matrimonios forzosos.

Es verdad que ambos fenómenos no son tan visibles en la medida en que casi nunca los padece la población autóctona, no así las violaciones o los machetazos. Acaso ningún objeto como el machete, punta de lanza del globalismo en tantos barrios, explica mejor que cualquier discurso de Bill Gates o del Foro de Davos el proyecto multicultural que a finales de los noventa nos vendían con el señuelo de la victoria francesa en el Mundial de fútbol del 98.

Se acerca la Eurocopa y echamos un vistazo a los apellidos y rostros de los futbolistas de tantas selecciones y advertimos la evolución del continente. Cuando Francia ganó aquel Mundial en suelo propio los titulares iban más allá del deporte. «Triunfo de la Europa multicultural» o «victoria de la diversidad» adelantaban el futuro que vivimos hoy sin que hablar de la sustitución poblacional sea una conspiración de cuatro antivacunas financiados por Putin (la pastillita, caballero).  

Otro evento deportivo, la final de la Champions de 2022 en París, abrió los ojos a muchos españoles a quienes la inmigración masiva o ilegal les sonaba a ficción. Las agresiones a los aficionados del Madrid y del Liverpool en los aleñados del estadio de Saint-Denis despertaron a tantos sonámbulos que creían pasear por la ciudad del París era una fiesta. De nada valieron los intentos de manipulación de la prensa, como ese locutor de TVE que aseguró que los incidentes los causaban los hinchas ingleses, narrando en directo una realidad que las imágenes desmentían ante millones de espectadores.

Hoy los campos de fútbol son a la teoría política lo que los coches eléctricos tirados en la carretera al fanatismo climático. Los propios jugadores demuestran el fracaso del multiculturalismo. Antonio Rüdiger, nacido en Berlín hace más de 30 años, echó mano de la bandera de Sierra Leona (país originario de su madre) durante la celebración de la última Copa de Europa del Madrid en Londres. Su identidad, nos dice su gesto nada espontáneo, no la encuentra en el país donde vino al mundo, sino en el de sus antepasados.  

Señalar la verdad es ahora una forma de racismo, por eso el periodista de Televisión Española prefirió inventarse un relato políticamente correcto que contar lo que veía. Algo así ocurre con las informaciones que leemos sobre los recientes atentados yihadistas en la ciudad alemana de Mannheim. Los titulares de la prensa española, como El Mundo, destacan a las víctimas («acto de extrema derecha») e indultan al terrorista que mató a un policía e hirió a cinco personas.

Por eso, el único racismo que padecemos es el que difunde la pinza mediático-institucional contra la población autóctona, convertida en extranjera en su propia tierra. Es el caso del joven Thomas de 16 años, asesinado en noviembre en Crépol por una banda de origen magrebí que quería «matar blancos». Y no es cuestión de color de la piel, pues Simone Barretto Silva, negra y brasileña, fue asesinada a cuchilladas durante una misa en la Basílica de Notre Dame de Niza por un yihadista tunecino en 2020. Era católica, así que omertá.

Los medios convencionales también ocultan el testimonio de dos jóvenes españolas recién llegadas de Burdeos que denuncian en redes sociales las bondades de la nueva Europa. Ellas hablan de moros que acosan, algo imposible de sostener en cualquier televisión. «Si sois mujeres no vengáis y menos solas […] nos han perseguido […] nos hemos tenido que meter en un bar y los moros seguían […]  jamás nos hemos sentido tan inseguras como aquí, son las 10 de la noche y nos vamos al hotel, no podemos ni salir a bailar».

Si nada cabe esperar del feminismo institucional (de Irene Montero a Cuca Gamarra pasando por el marido de Begoña), que cubre estos casos con un manto de silencio convirtiéndose en el principal enemigo de la seguridad de la mujer, ¿qué hay de los hombres? Ahora que se cumplen 80 años de Normandía y Verstrynge sigue empeñado en negar a España lo que desea para Francia, uno no sabe dónde está el pelotón de soldados de Spengler dispuesto a salvar la civilización: sólo el 25% de los europeos (21% en España) tomaría las armas para defender a su país. En Marruecos son el 94%. Y en Mannheim la policía se equivoca de enemigo.

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