La justicia, en alguna de sus instancias, ha dicho sí y habrá mascletá en Madrid. Habrá mascletà.
La propuesta, completamente innecesaria pero también completamente pertinente, ha molestado, como es natural, a los ecologistas. En Madrid Río, el Orinoco de la capital, habita parte de la fauna autóctona o asimilada y alguna especie o ejemplar puede resentirse por el estruendo. Lo sé por experiencia de valenciano: un periquito bienamado que mis padres tenían en una jaula fue hallado cadáver en el balcón, frío, yerto y azul, por los muchos petardos que tuvo que escuchar. Su sistema nervioso quizás colapsó…
Y es verdad que murió el periquito. Pero murió valenciano.
Si Madrid ha de ser también ciudad de eventos, ha de poder con cualquier tipo de eventos; cualquier cosa que se haga en el mundo ha de poder replicarse aquí: el Gran Premio de Mónaco, un sambódromo, una lapidación de adúltera, los sanfermines y por supuesto una mascletá…
Igual que el agua valenciana es el secreto intransferible de la paella, el cielo de Valencia y el marco de la Plaza del Ayuntamiento (antes Plaza del Caudillo) hacen que no pueda ser lo mismo en otro sitio. Alguien disfrazado de fallera tendrá que decir aquí, con pavisosa emoción, «senyor pirotècnic, pot començar la mascletà…» y el alcalde (en caso de que no fuese el propio alcalde) vestir de rojo intenso en homenaje a Rita Barberá, quien mejor presidió el balcón decibélico.
El cielo velazqueño no es igual que el de Sorolla. Tiene un punto más de realidad, de dramatismo y oro grave; no tendrá el albor tan ingenuo, ni esa luminosidad a punto de cuajar, pero cuando el cielo madrileño, distinto, sea el lienzo sobre el que se proyecten pólvora y ruido, habrá una alucinación. Mirando arriba, sumergidos en la retumbante cadencia: pum, pumpumpum, pum, pumpum, cuando la molestia se haya transformado en ritmo y palpitaciones, y se sienta la euforia de la traca (el pirotècnic, dj de la ruta) ahí, por un instante, en ese aturdimiento de los sentidos, en ese fragor, Madrid será Valencia, Valencia estará en el éter (ultrajado éter, a qué negarlo). Será un trastorno feliz que nos hará estar proustianamente en Valencia y en la niñez pero con la magdalena más valenciana, bestial, tronaora y exagerada posible.
La mezcla entre estruendo y sutileza, entre emoción y taquicardia, entre intimidad y bullicio será… sublime.
Valencia no se puede traer a Madrid. Es imposible. Pero el estrépito nos traerá una experiencia valenciana, serán, los allí presentes, atónitos rehenes en un rapto de valencianía; cuando suenen los tambores del cielo, las nubes estallen y las carcasas silben, será Valencia, aunque luego, al terminar y romperse el embeleso, al volver la realidad, el shock sea más fuerte… Pido al ayuntamiento, para hacer más suave la transición, que habilite unos puestos de chocolate y horchatas, también copitas de mistela, y que operarios contratados al efecto digan en los alrededores del evento «Che, que bo» (nunca xe) y nano, cómo estás, nano y proyecten, sin ningún miedo a exagerar, el bello acento valenciano; que bandas municipales toquen jubilosas El Fallero, el Himno de Valencia y Paquito el Chocolatero.
Madrid con esta medida puede recuperar su sentido real de capital española, de no-ser para las otras, de rompeolas de las Españas. ¡Madrid que ponga el cielo! Pero no un rompeolas retórico sino sensorial, sinestésico, que por un instante, como en duermevela, no se sepa dónde se está, que sea Madrid-Valencia-Madrid-Valencia y los pies pisen meseta y nos rodeen ejques, pero el alma vague por los azules preñados de Albufera. ¡Feliz entrelazamiento, amoroso disloque! Quizás esta sea la forma. Sí. En el centro de España, presentir el rompimiento sensorial mediterráneo y esa Valencia (paella de Iberia inmemorial) que lo es todo, plena de coentor pero tan fina.