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Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
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Matrícula de honor

7 de julio de 2021

Se suele identificar con la calificación de “10”, que en el sistema español es la más alta. Sin embargo, no debería ganarse en virtud de una operación matemática. El honor es algo moral, no el producto de la suma de unas notas por buenas que sean. En un tiempo que todo lo cuantifica -y peor aún, cree valorarlo- en cifras y porcentajes, ganar una matrícula es una de las pocas cosas que deberían tener valor en sí mismas. 

Uno de los grandes errores de nuestra época es creer que todo se puede comprar. Por eso, cuando surge algo que escapa a esa lógica -el sacrificio de la propia vida, el amor incondicional, el perdón no pedido- el hombre contemporáneo entra en barrena. Nuestra civilización la construyeron personas que no obraban por esperar un pago, sino por cumplir un deber. No me opongo al pago, nótese bien, sino a la idea de que todo puede pagarse. Naturalmente, hay cosas que tampoco se cobran, pero de esas hablaremos otro día. 

El reconocimiento del honor se aprende tomando los modelos adecuados. De los inadecuados, tomamos la miseria y la infamia

Otro error es pensar que cumplir con el deber merece un premio. Lo que merece una recompensa, la más generosa (que es precisamente la que el dinero no puede comprar), es ir más allá de lo que se debe hacer, es decir, superar con excelencia los límites que el deber nos impone y acometer -paradójicamente- lo que debe hacerse, aunque, en rigor, no tengamos por qué. Estas cosas deberían aprenderse en casa, pero también en el sistema educativo y, en general, en el proceso de socialización. 

Quizás el problema sea que no vamos a los museos lo suficiente o, más bien, que vamos con la actitud equivocada. Nos centramos en admirar en lugar de recibir un legado. El arte no sólo da cierta forma de felicidad. También forma a la persona. Indica hacia dónde deberíamos tender y, a veces, de qué deberíamos alejarnos. La admiración de los héroes y el reconocimiento del honor se aprenden tomando los modelos adecuados. De los inadecuados, tomamos la miseria y la infamia. Alguien que toma como modelo a Jan Karski, el enlace entre la resistencia polaca y el gobierno polaco en el exilio durante la II Guerra Mundial, no necesita decir gran cosa sobre sí mismo. Alguien que considera a Otegui un hombre de paz, tampoco. 

Prima lejana de la matrícula de honor, por cierto, es la vergüenza torera, ese noble sentimiento de superar las dificultades para poder mirarse al espejo

Pero volvamos al honor. 

Velázquez conocía el poder de los símbolos. Tomemos “La rendición de Breda”. La ciudad se rinde a los tercios. Justino de Nassau, defensor de la plaza, hace ademán de arrodillarse, pero Ambrosio de Spínola, el general italiano al mando de las tropas españolas, se lo impide. Este cuadro adornaba el Salón de Reinos, donde el rey Felipe IV recibía a los embajadores extranjeros. Esto era la Monarquía Hispánica: el reconocimiento del honor al enemigo derrotado. Sí, ya, ya sé que también había villanos, malvados y golfos. Muchos de ellos se pusieron al servicio de los enemigos de España, por cierto. Pero el horizonte moral era éste. Hay cosas que no se hacen precisamente porque somos quienes somos. No dependen de lo que el otro hace, sino de lo que hacemos nosotros. 

Prima lejana de la matrícula de honor, por cierto, es la vergüenza torera, ese noble sentimiento de superar las dificultades para poder mirarse al espejo cada mañana. Desprovista de todo elemento crematístico, aflora la dignidad de quien sabe que puede hacer algo mejor que lo que está haciendo. En ambos casos, sale a la luz lo mejor de la condición humana, esto es, lo que uno hace no porque le paguen, sino precisamente porque hay cosas que no tienen precio y esas son las que de verdad valen la pena, las que nos rescatan ante Dios y ante la historia.

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