Cuando tenía ocho años, Joe Rebolledo, alias Comanche, un chicano de Moriarty, un pueblo a diez millas de Albuquerque, recibió diez dólares de Ted Mugsy, un sexagenario veterano de guerra, en pago por matar a Fluffy el gato del vecino de Mugsy, un tipo de apellido Rodrigues. Diez años después, Rodrigues le pagó a Comanche 25.000 dólares y un buick slylark del 69 por matar a Ted Mugsy.
No había día que Rebolledo, el más afamado asesino a sueldo de todo Nuevo México y parte de Texas, no se acordara de Fluffy. Algunas noches, cuando el bourbon le despertaba la conciencia, el asesino cruzaba la frontera, conducía hasta Las Cruces, entraba en la iglesia de Santa Genoveva, en la calle Espina con la avenida Griggs, llamaba a gritos al cura, pedía confesión y se lamentaba de haber matado a aquel gato. El padre McMillan siempre le decía lo mismo: “No te puedo absolver mientras no te confieses por haber matado a… ¿cuántos hombres has matado ya?”. Rebolledo sacaba una agendita negra de hojas amarillentas, repasaba la lista y decía: “Cuarenta y ocho, padre”; “Cincuenta y tres, padre”; “Sesenta y uno, padre”. El cura se persignaba, cerraba los ojos, dolorido, y siempre musitaba lo mismo: “Irás al infierno, Comanche”. Rebolledo siempre respondía lo mismo: “Sí. Aquel gato no merecía morir”.
Una noche de tormenta, Rebolledo cruzó la frontera, condujo hasta Las Cruces, llegó a la iglesia de Santa Genoveva, aparcó su Skylark del 69 al
pie del murete de la avenida May, escaló la fachada y tocó en la ventana del dormitorio del padre McMillan. El cura abrió la hoja y miró a Comanche: “¿Qué te pasa, hijo mío?”. El asesino miró al cura y le dijo: “Padre, quiero confesarme”.
El sacerdote movió la cabeza, negando: “Ya sabes que no puedo hacer eso”. Comanche tragó saliva y dijo: “No, padre, me arrepiento de haber matado a todos los hombres a los que he matado. Ahora sé que ninguno merecía morir”. El padre McMillan cerró los puños y apretó la mandíbula: “¿Cómo te has dado cuenta, Joe? ¿Ha sido una revelación, has recibido una señal? ¿Cómo ha sido?”.
El asesino miró al suelo un segundo y dijo: “Por comparación”. Justo en ese instante sonó un trueno y un viento fortísimo levantó una gigantesca polvareda. A pesar de la tormenta, el cura gritó: “¿Por comparación con qué?”. El asesino achinó los ojos, se acercó al cura y le dijo algo que los truenos y el viento no dejaron oír. El cura se echó hacia atrás y se persignó mientras el asesino le daba llaves del coche: “Cuídeme el buick hasta que vuelva”. El sacerdote vio a Comanche resbalar por el murete hasta el suelo y perderse en la tormenta, camino de España.