Con el nuevo año llegan los buenos propósitos, que suelen durar lo que duran dos peces de hielo en un güisqui on the rocks. El primero y más universal de todos quizás sea hacer ejercicio. Salvo para quienes tienen el deporte por vicio, en número creciente, esto es una actividad penosa que exige mucha mentalización. En realidad, habría que ir a un coaching para luego ir al gym. Para algunas personas, el mero contacto de la piel con el tejido enlicrado de las prendas deportivas despierta una sensación de frío existencial y la incomodidad aumenta al imaginarnos en el abarrotado gimnasio, territorio hostil donde perdemos parte de la dignidad a duras penas conseguida en la calle. Ahí volvemos a ser todos hijos de Dios, adanes de Decathlon. Hemos de luchar por la mancuerna, o padecer esas colas junto a los aparatos que recuerdan las lejanas colas en las cabinas de teléfonos o, algo peor, en los urinarios. Hay que esperar a que alguien, con unas formas que logran ser a la vez energuménicas y flemáticas, evacúe su ejercicio entre gemidos dignos del porno amateur serbobosnio. Luego llegamos nosotros, con nuestra toallita, como el capotito de Curro Romero, y la extendemos como si ocupáramos nuestro metro cuadrado de playa, con una cierta sensación de ridículo y amedrentamiento.
Ahora se percibe un cambio en esto. En los barrios surgen gimnasios distintos. Más pequeños, más elegantes. Tienden a una iluminación más tenue y visualmente prometen cribar al colectivo más odioso de los gimnasios: los chavalines que entrenan en grupo ocupándolo todo mientras sostienen eternos simposios sobre el infinito mundo de la proteína y enuncian una suerte de estoicismo de la pechuga de pollo.
Estos nuevos establecimientos que empiezan a surgir se hacen llamar clubs o incluso boutiques; son, efectivamente, gimnasios boutiques. Se huye del gran gimnasio colectivo, de los supermercados del sudar, hacia formas más exclusivas y personalizadas donde el fitness se junta con la fisioterapia en fino maridaje que repotencia la figura del personal trainer o entrenador personal, figura que antes era privilegio de famosas y ahora se populariza. Hacer ejercicio y no tener entrenador personal es ser un matao. Es no hacer ejercicio. Es autoengaño y paripé. Es ir a consumir un oxígeno que podría ser de otro. Sin su figura tutelar, esa especie de severidad espléndida que tienen, ese pimpante optimismo energético —un poco irritante—, sin esa particular forma de llevar la espalda erguida y la cabeza en alto y asomarse a la agonía ajena como si estuvieran supervisando un guiso; sin ellos, en definitiva, nuestros esfuerzos se pierden, nuestra iniciativa se derrama… Son como el cuenco de nuestra voluntad, miyaguis fuckers que compartirán con nosotros su sabiduría.
Estos nuevos gimnasios coquetos restringen la clientela y se hacen selectos. Está bien empezar a controlar junto a quién sudamos. Es una imitación, en pequeñito, de los gimnasios lujosos de la ciudad, donde los famosos pedalean unos junto a otros en su mundo aparte.
Todo se estandariza: la ropa, las lecturas, el lenguaje, las formas de pensar, hasta las caras, pero a la vez tenemos la manía de la individualidad, de lo exclusivo, de lo premium, del reservado, del ir en barco… y esto llega al mundo de los gimnasios, que fueron todo este tiempo como parroquias abiertas donde la gente se juntaba en chándal sin mucha discriminación. Pero ¡ya está bien de comunismos! ¿Por qué seguir ahí si podemos ir a una boutique gym fitness club?
La igualdad es el valor absoluto (ya lo dijo Jenni Hermoso: «Os deseo igualdad a todos»), pero en todo se busca la distinción: el olimpo es tener gimnasio en casa; si no, ir a un gimnasio donde alguien de la tele te pase, sin juzgarte, la pesa de 3 kilos; y ahora surgen estos lugares donde los eloi se separarán un poco más de los morlocks del deporte. Los que no puedan pagárselo quedarán condenados para siempre a una eternidad en la que un joven hipervitaminado se acercará, insensible a nuestro jadeo e indiferente a la evidencia de que acabamos de empezar el ejercicio, y con unas confianzas que nos parecerán excesivas (en las que quizás alboree un futuro caballero-caballero) preguntará apremiante: «¿Terminas ya con las poleas, hermano?».