«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Gallega en Madrid. Periodista apasionada por la información, defensora de la libertad y de España. Redactora Jefe en El Toro TV y al frente de 'Dando Caña'.
Gallega en Madrid. Periodista apasionada por la información, defensora de la libertad y de España. Redactora Jefe en El Toro TV y al frente de 'Dando Caña'.

Monedero, yo sí te cubro

28 de febrero de 2025

Podemos vive sus horas más bajas en vísperas de la marcha feminista del 8M. Juan Carlos Monedero es el protagonista de la última polémica, que vuelve a mostrar su feminismo como un simple machismo con falda. Al que fuera fundador de Podemos le rodean ahora varias acusaciones de agresión sexual, una historia que parece estar pensada y escrita para desmontar sus propios dogmas. El partido, que siempre ha presumido de estar a la vanguardia de la lucha contra la violencia contra la mujer, ha optado por aplicar su feminismo como un único escaparate.

La noticia ha trascendido en estos últimos días, y es ahora cuando descubrimos que en Podemos ya manejaban testimonios similares desde septiembre de 2023. Pero no lo dijeron, no lo explicaron y, desde luego, no lo denunciaron públicamente. Optaron por un destierro discreto, alejando al fundador con un suave empujón, como quien esconde el polvo debajo de la alfombra antes de que lleguen las visitas. El aparato político, con su inacción, silenció esas voces. Lo sabían y lo taparon bajo la cuestionable excusa de que las víctimas no querían que saliera a la luz. El silencio de Podemos, de asociaciones, colectivos y otras llamadas feministas también han optado por la discreción.

La paradoja es grotesca. La formación que convirtió la palabra «sororidad» en muletilla política y que escribió con renglones gruesos la ley del «sólo sí es sí» ha preferido atrincherarse en el silencio cuando los abusos han salpicado a uno de los suyos. Porque una cosa es blandir la pancarta del feminismo desde la tribuna, y otra, mucho más incómoda, aplicarlo cuando afecta a compañeros de partido. Y, claro, con el 8M asomando en el calendario, tal vez Irene Montero e Ione Belarra se animen a salir a la calle con pancartas que digan: «Monedero, nosotras sí te creemos«. O quizás se manifiesten contra su propia hipocresía. No será así. Tampoco veremos a ninguna socialista contra José Luis Ábalos o los del Tito Berni.

El caso Monedero no sólo desnuda la hipocresía de Podemos, sino que retrata un moralismo que se desploma al primer empujón. Aquello de «hermana, yo sí te creo» suena muy bien en los mítines, pero pierde decibelios en estos casos. La indignación selectiva es otro de los males de esta sociedad, que ha sustituido el sentido del pecado por una suerte de superioridad moral que sólo exige rendición de cuentas cuando el acusado es ajeno. El feminismo morado se ha revelado como un cristal ahumado: deja pasar la luz que les interesa, pero oculta lo que no conviene.

Las mismas voces que exigían la decapitación pública de Rubiales por un «beso no consentido» a Jenni Hermoso hoy apenas susurran sobre las manos largas de Monedero. Hasta parece que la propia Ángela Rodríguez Pam también lo sabía. Lo sabían demasiados como para que, como con Errejón, nadie hubiera levantado la voz antes. Llamativo, cuando menos, en aquellas que condenaban un piropo o cualquier otro gesto de cortesía mutua. Debieron pensar que las molestias se curan con paciencia cuando las protagoniza alguien con pedigrí ideológico. Un verdadero pacto entre camaradas.

Nadie ha condenado judicialmente a Monedero, cierto. Pero lo que está en juego aquí es la credibilidad de un discurso que se ha erigido en juez y parte durante años. Si los protocolos del Ministerio de Igualdad eran inflexibles para los demás, lo justo sería que se aplicasen con idéntica contundencia a los propios. Ni Belarra ni Montero impusieron el mismo destierro público que reclamaron para otros. Lo único que han demostrado es que, en este purgatorio moderno que han diseñado, el pecado no se absuelve con arrepentimiento, sino con carné de militancia. Porque, como se ha visto, los que se proclaman jueces de la virtud siempre terminan por esconder sus propios vicios detrás de las mismas cortinas morales que han agitado para juzgar a los demás.

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