El ministro llegó a su casa cansado, serio, con los hombros derrotados y la mirada huidiza. Al oír la puerta, su mujer salió deprisa, le dio un abrazo, le besó en la frente en mitad de la cabeza, le miró mordiéndose la boca con ternura y le susurró: “Vaya día, ¿eh?”. El ministro dejó caer la cartera, suspiró con gruñido, arrugó el entrecejo y respondió: “Madre de Dios, Montse; hasta los erasmus…”. Una hora después, el ministro estaba sentado en el sofá con la mirada perdida en el televisor mientras pasaba canales con el mando sin detenerse en ninguno. Ella, discreta, le quitó el mando con suavidad y dijo: “Están poniendo unos documentales de historia muy buenos. Lo mismo te distraen”. El ministro bufó: “No, sí, ya, bueno, si me voy a ir a la cama, si estoy roto, pero vamos, si quieres…”. Ella apretó un par de botones y una voz ausente narró: “Durante el franquismo se hizo popular la figura del motorista que salía de noche cerrada del Palacio de El Pardo con el cese de un ministro en su cartera de cuero. Sin más explicaciones, los ministros del Régimen pasaban del poder al ostracismo a lomos de una vespa que…”.
A las cuatro de la mañana, ella se levantó asustada al oír la puerta de la calle. El otro lado de la cama estaba vacío. Ella se puso una bata, salió al descansillo y susurró: “José Ignacio”. Nadie contestó. Ella bajó despacio por la escalera, gritando bajito: “¡José Ignacio!”. Al llegar al portal, ella notó el aire fresco de la madrugada madrileña. La puerta estaba abierta. Ella escuchó a alguien gritar: “¡Que se aparte, chalao!”. Ella salió a la calle y vio al ministro, sonámbulo, de pie en medio de la calzada, aullándole a un tipo subido en una vespa: “¡Que sé que lo tienes! ¡Que me des el cese, por amor de Dios, que me lo des ya!”.