Yo siempre quise ser tenista profesional pero mi físico de muñeco de matrioska me lo ha impedido. A los niños pequeños les atamos un balón a los pies en una suerte de bautismo de masas y a mí me inscribieron a kárate, que viene a ser lo mismo pero añadiendo el ridículo del batín blanco y el cinturón colorido, como de obispo africano. No digo que esté mal apuntar a los niños a fútbol pero tanto club escolar ha hecho daño a otros deportes. ¡Cuántos gimnastas ha perdido nuestro país!
En aquel pequeño pueblo que se llama Manacor un tal Toni Nadal ató a su sobrino una raqueta en la mano izquierda, y luego la cambió a la derecha y el resto es historia. Contaban en la Corte española de los Austrias que uno de los encuentros entre el monarca y el Papa terminó en fuerte discusión. El rey español espetó a Su Santidad: «No le quepa la menor duda, Santo Padre, de que esta corona será siempre la primera en besarle los pies, pero también será la primera en atarle las manos». Ahí es ná. Toni hizo de rey hace ya varias décadas y ató las manos de Rafael Nadal, todo con el objetivo de poder besarle los pies como hoy hace un país entero.
La retirada de Nadal nos apena quizás porque pensamos que nunca ocurriría. No sé, yo no imagino una noche sin su luna en el firmamento o Venecia sin sus góndolas flotantes. Tampoco imaginaba un torneo sin Nadal, una vida sin victorias el domingo —a los católicos Nadal nos ha ayudado a santificar las fiestas—. Y con todas nuestras penas e ilusiones, se me ocurren ahora tres herencias que el tenista mallorquín nos deja a todos los españoles. No pienso ahora en los Grand Slams, ni siquiera en su ejemplar patriotismo, no. Excelencia, vocación y reconciliación son hoy su mejor testamento.
La carrera deportiva de Nadal nos recuerda en primer lugar la importancia de la excelencia. Es casi teatral que el mayor deportista de nuestra historia anuncie su retirada la misma semana que la oposición evidencia sus líos internos, como de un guion de los Cohen. La aristocracia —que eso es la clase política, unos pocos entre el uno y los muchos— se ha equivocado pulsando un botón primero y parapetando excusas después y Nadal siempre ha sido excelente. La virtud de lo ordinario es el síntoma del buen trabajo, del amor por lo cotidiano. Hay oración entre los pucheros y también se esconde la excelencia en algo tan trivial como golpear una pelota por encima de una red. Bien.
La vida de Nadal nos habla también del tesoro de la vocación. Ganar millones de euros y recorrer hoteles lujosos en los cinco continentes a uno le puede elevar, henchido como un éxtasis de Bernini. Pero no. El de Manacor ha tenido siempre los pies en el suelo y esa virtud se perfeccionó el día que fue padre. La paternidad es la forma más radical de estar en el mundo porque es la forma más natural de echar raíces. Tipo discreto, rabiosamente familiar, Nadal siempre ha entendido la profundidad de la vida. Escribió Foxá: «Y pensar que no puedo en mi egoísmo/ llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;/ que he de marchar yo solo hacia el abismo/ y que la luna brillará lo mismo/ y ya no la veré desde mi caja». Podemos decir que Nadal ha sabido meter cosas valiosas en su caja.
La sonrisa de Nadal, por último, ha tenido sus ecos en la reconciliación entre españoles. Larra pronunció aquello de que «aquí yace media España; murió de la otra mitad», y la trayectoria del tenista español más laureado de la historia habla sin embargo de reconciliación. En nuestro país la política es como esos espejos trucados, como el reflejo de la cuchara humeante: proyecta por defecto lo contrario. Donde unos sonríen los otros braman y la victoria de unos es siempre la derrota de otros. Con Nadal no fue así. Algunos se empeñan en hablar de una Tercera España y bien es cierto que el tenista ha aunado en la tierra batida los sentimientos de aquellos que tienen el enfrentamiento por costumbre. Pero nada de tercera: Nadal es el mejor embajador de la primera España. Porque ganar siempre ha sido lo suyo.