Sí, es cierto, Donald Trump es un personaje impredecible, de modales sorprendentes y, visto lo visto hasta el momento, singularmente dotado para suscitar antipatías tanto dentro como fuera de sus fronteras.
Sí, es cierto, los intereses de los Estados Unidos no tienen por qué coincidir en todo momento con los de España, pero esto no sucede solamente con ese país. En eso consiste la política internacional. Es inevitable.
Y sí, es cierto, a veces parece que Trump y alguno de sus colaboradores no ponen cuidado en otorgar al ejercicio de sus elevados cargos la dignidad que merecen. Deberían aprender de sus enemigos, que podrán ser corruptos, disolventes, destructivos y hasta criminales pero que en todo momento transmiten una imagen de seriedad que les procura respeto y les aporta millones de votos.
Pero hay demasiadas cosas que, en mi ignorancia de españolito provinciano al margen de las grandes cuestiones de nuestro tiempo, no consigo comprender.
Por ejemplo, los gobernantes españoles llevan décadas derrochando cantidades inconmensurables de agua por no haber realizado un plan hidrológico nacional, destruyen embalses, promueven la desaparición de la ganadería, arrancan olivares para instalar paneles solares y hacen imposible ganarse la vida en el campo, pero el peligro para los productos agrícolas españoles es Trump.
La Unión Europea lleva décadas mortificando a los agricultores y ganaderos españoles y facilitando la competencia desleal de países norteafricanos cuyos productos son alimentaria y sanitariamente muy inferiores, lo que provoca que muchas cosechas ni se recojan porque sale más barato dejar que se pudran, pero el enemigo del campo español es Trump.
La Unión Europea, con sus cuestionables políticas basadas en el dogma del cambio climático antropogénico, entorpecen y encarecen crecientemente la producción energética y la actividad agraria e industrial de todos los países miembros, pero el culpable de los problemas económicos de una exhausta, impotente y suicida Europa es Trump.
Los partidos europeos mayoritarios, tanto los que se dicen de derechas como los que se dicen de izquierdas, están a partir un piñón con la dictatorial China y su Partido Comunista, pero el peligro mundial para la democracia es Trump.
Los aranceles llevan siglos existiendo, y España obstaculizó la entrada de productos extranjeros desde el XVIII hasta mediados del XX; y su política arancelaria provocó la desesperación de unos cubanos obligados a pagar sobrecostes a los productos peninsulares para financiar, entre otras y principalmente, la industria textil catalana, por lo que finalmente estalló la guerra de separación de Cuba. Pero de lo que los medios de comunicación repiten al unísono parece deducirse que los aranceles se los acaba de inventar Trump.
La Unión Europea, entre aranceles, IVA y otros impuestos, lleva décadas encareciendo grandemente los productos que vienen de los Estados Unidos, pero parece que el único culpable de establecer aranceles es Trump. En el caso concreto de la industria automovilística, la UE aplica un arancel del 10% a las importaciones de automóviles estadounidenses, mientras que USA carga solamente el 2,5% a los europeos. Y no ha pasado todavía un año desde que la UE anunció un arancel del 48% a los coches eléctricos chinos. Pero el malo es Trump.
Trump propuso en la cumbre del G7 de 2018 la eliminación de los aranceles y las barreras al comercio entre los países miembros, pero los demás dirigentes se opusieron. Sin embargo, el malo Trump.
Cuando China sube los aranceles, nadie dice ni una sílaba. Reagan se destacó en los años ochenta por gravar con un 100% los productos electrónicos japoneses. Y cuando Obama —por ejemplo, un 35% a los neumáticos chinos y 546 medidas restrictivas para productos españoles— y Biden subieron los aranceles, tampoco. Pero, según los unánimes medios de comunicación, el malo es Trump.
Quienes se han pasado la vida condenando a los voraces capitalistas occidentales por instalar sus fábricas en países del tercer mundo para sacar beneficio de su mano de obra barata, ahora se llevan las manos a la cabeza porque Trump, con su política arancelaria, pretende devolver esas industrias a suelo estadounidense en beneficio de los obreros nacionales.
Quienes, como los comunistas, indigenistas y demás compañeros de viaje, llevan toda la vida clamando contra el libre comercio por explotador de los países pobres, ahora se han convertido en los más ardorosos librecambistas para oponerse a los aranceles de Trump.
Quienes, al menos durante las campañas electorales, anuncian sus intenciones de promover la creación de industrias para aumentar la riqueza nacional y dar trabajo a los parados, se escandalizan ahora de que precisamente eso sea lo que Trump persigue en su país con su política arancelaria.
Los superpacifistas gobernantes europeos, que llevan décadas adelgazando sus ejércitos hasta dejarlos en poco más que figurantes para desfiles —incluidos un José Bono que durante su etapa como ministro de Defensa proclamó su preferencia por morir antes que matar y su correligionario Pedro Sánchez, que ha llegado a declarar que el ministerio de Defensa sobra—, se han vuelto de repente de un militarista que asustaría a Rambo. Pero, como sigue firme en su voluntad de poner fin cuanto antes a la guerra de Ucrania, la amenaza contra el mundo es Trump.
No comprendo nada.