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Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.
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No, Feijoo, no podrás ser Cánovas… ni Sagasta

18 de abril de 2023

Creo que os equivocáis cuando decís que la aspiración secreta de Feijoo es pactar un gobierno de «gran coalición» con el PSOE. Yo creo que su aspiración secreta es, más bien, reeditar el modelo bipartidista, ese turnismo tan añorado por el liberalismo español: que queden sólo dos grandes partidos, uno de centroderecha y otro de centroizquierda, para encauzar a España por el mullido camino de la moderación. Es algo mucho más práctico —y más viable— que la hipotética «gran coalición» con alguien que te está insultando todos los días. Lo que pasa es que tampoco aquí apostaría un maravedí por Feijoo, porque todo Cánovas necesita un Sagasta, y un Sagasta no lo hay, aparte de que Feijoo tampoco es Cánovas.

Lo de Cánovas y Sagasta hay que explicarlo, porque estas cosas ya no las estudia nadie. Después de los desastres de la I República, a Cánovas se le ocurrió instituir un sistema de reparto controlado y alterno de poder bajo la mirada benevolente de la Corona. Eso fue el sistema de la Restauración. Por supuesto, la única forma de repartir los huevos del cesto era asegurarse de que ninguno intentaría acaparar más huevos de los que le correspondían. Aquel sistema funcionaba a partir de un singular esquema de representación y neutralización. ¿Representación de qué? De un cierto sector social, a la derecha los conservadores, a la izquierda los liberales. ¿Neutralización de qué? De las aspiraciones máximas de uno y otro campo, ya fuera el retorno a una monarquía tradicional, en la derecha, o la implantación de una república formalmente democrática, en la izquierda, cosas ambas que quedaban tácitamente descartadas.

La idea era buena: en un país atravesado por todo género de conflictos civiles desde el golpe de Riego en 1820, pasando por tres guerras carlistas, varias revoluciones liberales y una república catastrófica, la concertación de unos y otros significaba un benéfico paréntesis de paz, aunque fuera a costa de una ostensible hipocresía institucional y de unas dosis de corrupción razonablemente aceptables. Es verdad que el sistema funcionó. Hasta que dejó de hacerlo. El sistema de la Restauración terminó entrando en colapso porque sus partidos dejaron de cumplir la función que tenían encomendada: la sociedad cambió, surgieron problemas nuevos y nuevas expectativas, y el sistema no supo dar respuesta. Liberales y conservadores dejaron de representar a nadie y, al no representar nada, tampoco podían neutralizar nada. El desenlace de la historia lo conocemos bien.

Un siglo más tarde, cuando se planteó la transición a la democracia después de la muerte de Franco, se quiso adoptar un modelo semejante: un gran partido a la derecha (el arco UCD-AP-PP) y otro gran partido a la izquierda (el PSOE). Ambos con suficiente capacidad para representar a porciones muy amplias de la sociedad y, a la vez, lo bastante implicados con la supervivencia del sistema como para neutralizar las aspiraciones máximas de sus bases. La novedad, muy en el estilo borbónico (o sea, del borboneo español), consistió en introducir en la ecuación un tercer elemento: los nacionalismos regionales, a cuyos exponentes menos radicales se les otorgó la hegemonía de facto en sus territorios y, siempre, con la misma función, es decir, representar y neutralizar. Y así se montó un tinglado que hoy muchos recuerdan con nostalgia, porque todo parecía más vivible entonces.

El esquema «representación + neutralización» fue la base de la España constitucional. Por eso de la neutralización, la izquierda pudo hacer cosas que, de haberlas hecho la derecha, habrían levantado grandes resistencias, como la entrada en la OTAN, la privatización de los monopolios públicos del franquismo o el desmantelamiento industrial. Y por eso también, la derecha pudo hacer cosas que, de haberlas hecho la izquierda, habrían parecido traiciones a la nación, como la supresión del servicio militar o la aceleración de las transferencias de poder a las autonomías. PSOE y PP representaban cada cual a su media España y, simultáneamente, la neutralizaban. El sistema sobrevivía sin excesivos sobresaltos. Todos contentos. Y por eso tanta gente, sobre todo en el PP, sueña hoy con volver a aquel mundo ideal. Pero eso ya se acabó. Y es lo que en los aledaños del PP no terminan de ver.

El modelo de la transición naufragó hace tiempo. Sencillamente, dejó de funcionar. Primero, dejó de funcionar porque los nacionalismos regionales no hicieron el menor esfuerzo por neutralizar nada, al revés: aprovecharon su hegemonía para multiplicar su representación y, sobre esa base, exacerbar sus reclamaciones, hasta el punto de convertirse en enemigos objetivos del sistema (un sistema que, sin embargo, seguía necesitando de su concurso). Dejó de funcionar, después, porque el Partido Socialista decidió abandonar el juego: Zapatero pactó con ETA y el separatismo, resucitó los odios de la Guerra Civil y abrió el «cordón sanitario» contra el PP, lo cual venía a romper sin remedio el modelo de la transición. Y el propio PP contribuyó al colapso cuando Rajoy, tan incapaz de representar como de neutralizar, dejó que el partido se le rompiera. Y así se acabó el sistema de la representación y la neutralización.

Hoy el PP quiere pactar con el PSOE, llegar a acuerdos, entenderse; lo dice todo el tiempo. Se ve a sí mismo, tal vez, como un Cánovas en busca de un Sagasta. Pero Sánchez no tiene la menor intención de ser Sagasta, es decir, el ala izquierda de un sistema que, por definición, necesitaría un ala derecha. Tampoco se ve en la izquierda española actual ningún apetito de reconstruir un modelo de componenda pactista con la derecha, al revés: no pierde ocasión de escupirle en el rostro. Es que hoy estamos en un momento nuevo. Ya no hay un sistema que mantener. Dentro, en el interior, el poder se ha fragmentado entre oligarquías regionales, oligarquías económicas, oligarquías partitocráticas, oligarquías mediáticas, etc.; fuera, el poder se ha transnacionalizado con nuevos agentes tan poderosos que pueden imponer políticas energéticas, agrarias o sanitarias sin necesidad alguna de preguntar.

Sánchez lo ha entendido muy bien: él representa a ese mundo, a ese momento nuevo, y lo hace envuelto en un uniforme rojo que levanta más sonrisas que otra cosa, pero que, mal que bien, le ha venido funcionando. Por el contrario, ¿qué representa exactamente Feijoo, más allá de una versión moderada de la Agenda 2030? ¿Sabe Feijoo a quién quiere representar? ¿Es que no se da cuenta de que, en este juego, es el rival quien le ha marcado los términos del pacto? Cánovas no habría sido tan obtuso.

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