La llegada de Donald Trump (por segunda vez) a la presidencia de los Estados Unidos marca sin duda un punto de inflexión en la política mundial. Quizá es un poco apresurado decir que se acabó el ciclo del globalismo y de las políticas nihilistas en el que hasta hoy nos hemos movido, pero de las palabras del nuevo inquilino de la Casa Blanca se deduce claramente que esa es, al menos, su voluntad: fin de las políticas de género, fin de la subordinación de la economía a la fe climática, recuperación del concepto de frontera nacional, reducción drástica de un sector público hipertrofiado, revitalización de ciertos valores tradicionales, retorno de la preferencia nacional en todas las áreas de gobierno… El mero hecho de plantear estas cosas ya marca un cambio de ciclo. Eso es una buena noticia para todos aquellos que, en los últimos años, han constatado el carácter suicida de las políticas hasta hoy vigentes en el espacio occidental. Emmanuel Todd había subrayado muy acertadamente que Occidente se estaba suicidando a manos de su propia ideología. Ahora empieza algo nuevo. Para los Estados Unidos va a ser un revulsivo de consecuencias imprevisibles. Y para los demás, para los que orbitamos en torno al imperio, se abre un periodo inquietante, porque aún estamos respirando el aire de la atmósfera anterior, la atmósfera del suicidio.
Es muy significativo que Trump, en su discurso, haya citado como inspiración al presidente William McKinley, que gobernó entre 1897 y 1901. McKinley aplicó una política de aranceles a las importaciones y fuerte estímulo a la producción industrial, cosas que están en el programa de Trump. También supo ganarse el voto de las clases populares, como el nuevo presidente. Pero, sobre todo, McKinley fue tal vez el primer presidente que entendió a los EEUU como potencia mundial. En ese proyecto se llevó por delante a las últimas provincias españolas de Ultramar: Cuba, Filipinas, Puerto Rico y Guam, sacando abundante partido de la debilidad y corrupción del gobierno español de la época. Nuestro «desastre del 98» fue, para los norteamericanos, el pistoletazo de salida de una expansión mundial que hoy parece haber llegado a su punto culminante. ¿Y esta referencia a McKinley es buena o es mala? Es probablemente buena para los Estados Unidos y es mala para los europeos, y especialmente para naciones lanzadas al suicidio como es el caso de España. En la atmósfera blanda del globalismo hasta hoy imperante, España podía disolverse sin demasiada conciencia de su podredumbre. Ahora será diferente. Salvo que resolvamos entrar en el tablero. Y aquí es donde, paradójicamente, se abre una ventana de esperanza.
Hay una esperanza porque, después de todo, el nuevo escenario debería obligarnos a reaccionar. Si el juego va a volver al tablero de lo nacional, este puede ser un excelente momento para que los españoles inviertan el camino que nos ha conducido al triste estado de hoy. Seamos sinceros: nuestra política exterior la escriben otros, nuestros ejércitos sirven a intereses ajenos, nuestra moneda la acuñan fuera, nuestra cultura es una parodia de nosotros mismos, nuestra arquitectura institucional está arruinada, nuestra industria es un esqueleto y nuestra agricultura, un cadáver. Como país, sólo somos una burbuja alimentada artificialmente por una deuda salvaje, sin voluntad alguna de potencia en el escenario mundial, gobernados por una casta corrupta y al dictado de todas las fuerzas que desde dentro quieren despedazar a la nación. Eso quiere decir que, si deseamos sobrevivir en el nuevo paisaje, tendremos que empezar a darle la vuelta a todo, absolutamente todo. Y esa revolución (porque esta es la palabra adecuada), que hasta ahora podía ser una opción entre otras, hoy se convierte en una necesidad urgente. Nunca ha sido más necesario entrar a saco en la estructura de un Estado esclerotizado, limpiar a fondo la porquería acumulada durante medio siglo, reafirmar la fuerza centrípeta contra las fuerzas centrífugas que nos fragmentan, construir medios materiales de soberanía en los sectores energético, industrial y agrario, reorientar la política militar para que sirva a España y no a otros intereses, reformar a fondo la cultura social apartando el nihilismo woke… Y replantear, con toda serenidad y todo pragmatismo, pero sin sumisión a nadie, el mapa de nuestras relaciones internacionales.
Hasta ayer mismo, alguien podría oponer que todo esto iba contra la marcha general del mundo. Hoy, ya no: hoy la marcha general del mundo va a ir por ese camino. Si España no entra en él, será simplemente arrojada a la cuneta como un trasto inservible. Y esto vale también para Francia, Alemania o Italia, viejas potencias que afrontan la nueva era en un estado de debilidad estructural, descomposición interior y sumisión exterior como nunca antes habían conocido. No, Trump no nos redimirá. Incluso es posible que, desde la perspectiva de Washington, unas naciones europeas decrépitas y envilecidas sean más apetecibles, como la España del 98 para McKinley. Pero, precisamente por eso, la redención hemos de obrarla nosotros. La Historia vuelve a estar abierta. Es una excelente noticia.