Cuando Tony Glover se pasó por el apartamento de Bob Dylan un día de septiembre de 1963, sus ojos se detuvieron sobre una página garabateada con el título The Times They Are a-Changin’, la pieza en la que por entonces el cantante trabajaba, y en concreto sobre una línea: «Acudan aquí, senadores, congresistas, por favor, atiendan la llamada». Se volvió entonces hacia su amigo y le dijo: «¿Qué es esta mierda, tío?». Dylan se encogió de hombros y contestó: «Ya sabes, es la clase de cosas que la gente quiere oír estos días».
Fueron importantes, los años sesenta. Había derechos civiles que conquistar y belicismos sangrantes que combatir, y hasta liberaciones sexuales que acometer. Ocurrieron algunas cosas que mejoraron el mundo. Poco importa, para reconocer la importancia de aquellos aires de libertad a los que Dylan cantaba, que algunos de los caminos abiertos llevasen a ninguna parte. Cambiar es también equivocarse; en eso consiste madurar. Claro que se cometieron errores y algunos los seguimos pagando; pero no es posible ignorar el potencial de bien que algunos de aquellos avances trajeron. Hay que querer progresar y conservar, sin otro norte que lo bueno, justo y verdadero; no hay postural moral ni política más seria que ésta.
Trudeau dimite, la clínica Tavistock es clausurada y se anuncian juicios, «porque los tiempos están cambiando». Este himno a la mudanza suena ahora con acordes tan nuevos que hasta se publicó un libro no hace mucho —con epílogo de mi querido Enrique García-Máiquez— que se llamó El conservadurismo es el nuevo punk. Por eso el himno de Dylan nos enardece de nuevo. «No bloqueen el pasillo / porque quien lo pasará mal / será quien se quede estancado», canta el bardo de Minnesota. Llevamos demasiado tiempo estancados, en efecto. Estancados en la polarización y los delirios mientras empeoran nuestras condiciones de vida y la ética se va por el sumidero. Callados, cuando el corrupto es de nuestra cuerda; rabiosos cuando es de los otros. ¿Cuántas veces hemos repetido, resignados, que nuestros hijos vivirán peor que nosotros? ¿A cuántos relatos de la destrucción masiva —pandemia, guerra nuclear, apocalipsis climático— hemos asistido despavoridos? Ha llegado el momento de sacudirse la cultura del miedo —hay que leer a Furedi— y recuperar nuestras comunidades de las garras de los descuideros, comerciales o políticos. «La batalla ocurre ahí afuera», nos recuerda Dylan, y su advertencia —«pronto sacudirá tus ventanas / y sacudirá tus paredes»— ya es para nosotros actualidad en primera página.
Si la canción de Dylan suena tan poderosa es porque el aire del primer mundo ya ha cambiado. Una vez que la pseudoliberación se hizo mainstream con lo woke y las grandes marcas se envolvieron en banderitas mientras seguían haciendo lo suyo —lo de siempre—, era cuestión de tiempo que la rebeldía cambiara de signo. Como ha visibilizado el K.O. que ha Kamala le ha propinado Trump, el asunto va mucho más allá de izquierdas y derechas. Sabemos qué es el populismo y con justicia lo combatimos. Pero lo que ahora se escucha batir es el latido de lo popular, que es bien distinto. Como explica Patrick Deneen en Cambio de régimen, la gente, especialmente la de clase media y baja, es conservadora en el mejor sentido de la palabra: quiere trabajo, seguridad, verdad, salud y en fin, todo aquello que merece la pena conservar. El crítico literario Christopher Ricks dijo en su día que la canción de Dylan trascendía las preocupaciones políticas de la época en que fue escrita. Es por recoger un hálito universal de libertad y bien que la han cantado sucesivamente Nina Simone, los Beach Boys, Phil Collins o Bruce Springsteen, y por la misma razón al escucharla nuestra piel también se eriza.
Cambian los gobiernos, cambian las sensibilidades políticas de los jóvenes y no hay signos de que Armagedón alguno se materialice. Los histéricos gritos de alerta antifascista —ya hay que ser ignaro para llamar fascismo a lo que está haciendo Meloni, por ejemplo— quedan al descubierto como lo que son: intentos de amedrentar al personal para atrapar el poder, y punto. Eurostat publica que Francia, Alemania y Suecia disparan las cifras de violaciones en Europa, se intenta tapar un macroescándalo en UK y resulta que hay padres en esos países que se soliviantan. Se pueden votar muchas cosas, pero se debe estar dispuesto a debatirlas todas, sin cordones sanitarios. Críticos y vigilantes debemos estar siempre; pero a los furiosos inquilinos del poder —esos asustaviejas— no hemos de creerlos nunca. ¿Cómo entender la diferencia entre sana suspicacia e inducido canguelo? Siempre averiguando el interés que persigue quien nos advierte, ese torcido interés que es fuente de tantas desgracias.
«Ven a reunirte con la gente / deja lo que estés haciendo / y admite que las aguas / a tu alrededor han crecido / y acepta que pronto / estarás calado hasta los huesos», cantaba Dylan. Uno diría que cantaba lo de Algamesí, lo de Letur, lo de Paiporta. Descubrimos hace dos meses que parecen horas que el ciudadano medio está deseando abandonar toda comodidad con tal de ayudar a un compatriota. Y que hay mucha más gente dispuesta a empuñar una pala que pseudovecinos que empuñan hashtags. El mundo no es X/Twitter, según todos los indicios; y es el prójimo real el que importa. «Solo el pueblo salva al pueblo», volvió a escucharse al paso de la criminal dana; que no debemos dejar que ningún partido capitalice ese sentir es también lo que Dylan canta.
«Tu antigua carretera está envejeciendo a toda velocidad. / Haz el favor de abandonar la nueva | si no puedes echar una mano». De echar una mano se trataba, se tratará y se trata. Un nuevo viento sacude Occidente; solo lo saludarán quienes sufran por sus hermanos. No es un viento sin peligros —ninguno lo es, ya que estamos—, pero es sin duda un relente que trae la agradable sensación de ahuyentar tóxicos hedores. Todo indica que a la irresponsabilidad migratoria, al torvo proyecto de la multiculturalidad, las políticas de la identidad, la destrucción de la educación pública y otros cuantos desvaríos les está llegando su hora. De nosotros depende que estos aires, lejos de helarnos la sangre, traigan esperanza y autenticidad a nuestras maltrechas aunque todavía prósperas comunidades. Para ello habrá que evitar cuidadosamente a los salvapatrias. Tampoco será fácil que quien tiene afanes de tirano suelte la soga que aprieta nuestros cuellos. Hay mucho que reconstruir, y siempre nos amenazará el lodo. También está el sarcasmo de tener que ver cómo los palmeros prosperan. Pero, como escribe Thornton Wilder en El octavo día, «la esperanza, como la fe, no es nada si no es audaz; no es nada si no es ridícula».
«El orden se está viniendo rápidamente abajo / y los que ahora son los primeros / serán más tarde los últimos. / Porque los tiempos están cambiando». Amén, Dylan.