«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.
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Nunca más la II República (ni nada que se le parezca)

16 de abril de 2024

Antes, cuando España era un país más o menos normal, era costumbre concluir las reflexiones sobre la Guerra Civil de 1936 con un deseo casi unánime: «Nunca más la guerra civil». Sobre eso, al menos, todo el mundo estaba de acuerdo. Ya sabemos que hoy, no: uno de los frutos venenosos de las leyes de «memoria histórica» ha sido la inflamación bélica de algunas gentes que, en general, lo ignoran todo sobre la guerra y sus circunstancias, que desde luego no la vivieron, que probablemente, de repetirse hoy, caerían en el lado que no creen y que, aún más seguramente, tampoco tendrían el valor para librarla. Esta «guerracivilitis» contemporánea (inflamación, ya digo) es la consecuencia lógica de las mencionadas leyes y de su gran falsedad de partida, su premisa deliberadamente falaz, a saber: la consagración —casi religiosa— de la II República como un régimen democrático ejemplar, un paraíso de libertades que encarnó lo mejor de España y murió traicionado por la sevicia fascista de los generales, los curas y tal. Ya ha dicho el ministro Torres que su Gobierno, aprovechando el quincuagésimo aniversario de la muerte de Franco, va a emprender un vasto programa de propaganda sobre la II República. Es natural, porque sólo con un maremoto de propaganda puede ocultarse la realidad. ¿Qué realidad? Esta: la II República fue un descomunal fracaso, y lo fue por sus propias culpas, por su incompetencia, por su ignorancia, por su radicalismo infantil.

«Veo muchas torpezas y mucha mezquindad —escribía Azaña tan temprano como en el primer bienio—, y ningunos hombres con capacidad y grandeza bastantes para poder confiar en ellos. ¿Tendremos que resignarnos a que España caiga en una política tabernaria, incompetente, de amigachos, de codicia y botín, sin ninguna idea alta?». Es difícil describirlo mejor. Y eso que el baile acababa de empezar (y, por cierto, bajo la batuta del propio Azaña). Unos meses antes, en el artículo que reproducía su discurso Rectificación de la República, Ortega había escrito: «¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo». Era septiembre de 1931. La República se había proclamado el 14 de abril, efusivamente saludada por el propio Ortega. El filósofo, al menos, supo quitarse de en medio a tiempo. Ortega, como es sabido, acabó abroncando a Einstein cuando a éste se le ocurrió poner en duda la legitimidad del alzamiento de 1936. Azaña, por su parte, terminará clamando «Paz, piedad y perdón». Fue en julio de 1938. Un poco tarde, la verdad.

Azaña no se equivocaba sobre la incompetencia de sus correligionarios. De hecho, si despojamos al episodio de sus consideraciones ideológicas, lo que más llama la atención en el periodo republicano es la incapacidad de la elite política para construir un marco estable y afrontar políticas racionales. La mayoría de aquellos señores, probablemente, deseaba con sinceridad un sistema democrático con libertades públicas sólidas y políticas eficaces en lo económico y lo social (hablo de los republicanos convencionales, no de los bolcheviques de Largo Caballero). Pero precisamente por eso resalta tanto su completa incompetencia.

El sistema de 1931 nunca quiso ser una República integradora. No llegó al poder mediante unas elecciones, sino después de algo parecido a un golpe palaciego tras unas elecciones municipales. Ninguno de sus dos presidentes (Alcalá Zamora y Azaña) fue elegido por las urnas. Su primera mayoría, en 1931, fue fruto de una ley electoral deliberadamente distorsionadora (que, por cierto, acabaría creando el efecto exactamente inverso dos años después, porque Azaña, muñidor de la ley, se pasó de listo). Su Constitución era tan radical que de inmediato apartó a los republicanos de derecha como Miguel Maura o el propio Ortega. Por otro lado, esa Constitución no tuvo una vida demasiado brillante: la mayor parte del tiempo estuvo neutralizada en virtud de la Ley de Defensa de la República (octubre de 1931), una legislación de excepción que suspendía derechos y libertades, prolongada en 1933 por una norma semejante, la Ley de Orden Público. Después, como es sabido, la pretensión de que el partido que había ganado las elecciones (la CEDA de Gil Robles) entrara en el Gobierno fue respondida por las izquierdas con una revolución, la de octubre de 1934. Omito deliberadamente los innumerables episodios de violencia intermedios porque no es preciso detallarlos, salvo para decir que la respuesta gubernamental rara vez fue sensata, como acreditó la quema de conventos de 1931.

Curiosamente, cuando se habla de la II República rara vez se dan cifras. Es natural, porque son desoladoras. Entre 1931 y principios de 1936 hubo 20 gobiernos, 21 estados de prevención, 23 estados de alarma y 18 estados de guerra. En lo económico, hubo 4.000 huelgas con una pérdida de 38 millones de jornadas de trabajo. La producción siempre fue inferior a las cifras de 1929. La industrialización retrocedió salvo en el periodo 1934-1935. El PIB cayó dos veces, en 1931 y 1933. También cayeron las exportaciones: en 1930 eran un 10% del PIB y bajaron a un 5% en 1935. Por la crisis internacional, ciertamente, pero ¿qué se hizo para contrarrestar sus efectos? El paro, que era de 389.000 personas en junio de 1932, subió hasta los 821.000 en junio de 1936. Era un 10% de la población activa, cifra elevadísima para la época. Una buena iniciativa, y muy necesaria, que era la cobertura de desempleo, quedó en nada por falta de liquidez: en 1936 llegaba sólo a un 2,4% de los trabajadores. Es verdad que hubo logros importantes en seguros de maternidad y de accidentes laborales (en el bienio de la derecha, por cierto: 1933-1935) y también en el seguro de pensiones, que llegó al 65% de la población activa. Pero los grandes objetivos de la política republicana desde 1931, que eran las reformas agraria, educativa y militar, se saldaron con rotundos fracasos. El caso de la reforma agraria es un lacerante ejemplo de esa mezcla de cerrilidad ideológica e incompetencia práctica que caracterizó a las políticas republicanas. ¿Para qué seguir?

Política de amigachos sin ninguna idea alta, en efecto. No, nunca más la II República. Ni nada que se le parezca. Aunque tal vez para esto último ya sea tarde.

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