«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Oportunismo envuelto en círculos

8 de abril de 2015

No por repetitivo deja de resultar llamativo el comprobar hasta qué punto el partido Podemos es capaz de modificar su actitud por puro oportunismo político, término que tuvo en su admirado Lenin a uno de sus principales inquisidores. Pues el líder de la Revolución de Octubre, que detestaba el oportunismo más que a cualquier otra cosa, no habría visto en Iglesias nada diferente, excepto su nimiedad, de lo que vio en Kautsky, Plejánov o Bernstein.

Algunos hombres cambian de partido por el bien de sus principios y otros cambian de principios por el bien de sus partidos, nos legó Churchill. Entonces Groucho Marx todavía no había acuñado su irónica frase sobre la dualidad de principios, traje estratégico que el sastre del destino parece haber confeccionado a la medida de la hechura ideológica de Iglesias.

En los dos acontecimientos más importantes en los que la cúpula de Podemos, ha tenido que posicionarse al respecto del modo en que deben tomarse las decisiones en las organizaciones y en los Estados, la secesión de Cataluña y la formación de gobierno de Andalucía, ésta ha actuado tal y como el gran cómico estadounidense habría pronosticado.

En Cataluña, el cálculo electoral ha aconsejado defender el derecho a decidir, y para ello ha sido conveniente rescatar a Rousseau y su peligroso concepto de la voluntad general sin control, del que tanto nos advirtieron Tocqueville y Constant, despreciando los derechos fundamentales de las minorías, hoy además, convertidas ya en mayorías.

El derecho a decidir, eufemismo del derecho de autodeterminación de los pueblos, fue concebido para la época postcolonial y en modo alguno debía ser aplicado a los pueblos que antes de las revoluciones de la libertad formaban ya una nación. Dicho sea de paso, su apreciado Lenin jamás defendió dicho derecho para las naciones europeas, pues era muy consciente de la gran falacia que escondía la frase de Renan, repetida por Ortega hasta la saciedad de que “una nación es un plebiscito cotidiano”. A la persistencia de Constant cuando manifiesta que siempre defendió el mismo principio -libertad en todo-, habría que contestar que en todo lo que es susceptible de ser votado. Las naciones no se votan. Simplemente existen. Aunque eso a Iglesias le produce, si acaso, indiferencia. 

Sin embargo, todo el acervo moral sobre el que se sustentan sus pomposas aserciones se transmuta radicalmente en cuanto las consecuencias de una votación afectan directamente a la cúpula. En Andalucía, por supuesto, decide Madrid. Para pasar de los dulces círculos igualitarios a la abrupta arista superior de la pirámide; de la bucólica democracia participativa de Roussopoulos a la “ventaja del pequeño número” de Max Weber y a la teoría de la élites de Pareto, no ha sido preciso sino activar las pasiones más bajas: el repulsivo egoísmo individual y la despiadada vocación de poder de la que abominan en sus discursos ya han hecho la excelsa labor de exigir a los quince efebos diputados andaluces, en nombre de los indignados de toda España, maridar furtiva y concupiscentemente con el partido al que hasta ayer llamaban casta y quintaesencia de la corrupción.

 

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