Hace unos años alquilé un piso y además de acreditar ingresos, contrato y nómina, me pidieron que redactara una carta de recomendación de mí mismo. Entendí perfectamente a los propietarios, pues rige una ley por la que toda complicación del mercado será repercutida al cliente, en este caso el inquilino.
Inquilinos hay de dos tipos: los que cumplen y los que no. La diferencia entre ambos daría para tesis, libros, ‘papers’ y explicaría el país y, quizás, la naturaleza humana.
Así que me enfrenté a un nuevo género: la autorrecomendación. Pronto vi que, en realidad, se parecía bastante al columnismo habitual: un ejercicio estilístico, de un folio de extensión, de narcisismo encubierto destinado a mejorar la posición inmobiliaria personal.
Orienté mi candidatura por la seguridad y las buenas costumbres, y conté que yo era un funcionario en excedencia, que trabajaba en un diario monárquico y por entonces conservador y que el único conflicto posible, a mis ojos, era que mi estilo de vida resultara tan inusualmente aburrido que despertara sospechas entre los vecinos.
Ahora leo que además de recomendaciones también piden entrevistas: procesos de selección para ser inquilino. Esto es una genialidad (y, de nuevo, algo entendible desde la otra orilla del Orinoco): la aplicación de los viejos principios de mérito y capacidad al proceso de alquiler.
Hay que demostrar solvencia económica, como se hace para contratar con la administración y también algo que se parece a la capacidad, a la fiabilidad, como cuando se entra a trabajar en Ella. Las pruebas de oposición no son tanto pruebas de conocimiento como acreditaciones psicológicas.
Un buen inquilino, ¿cómo debe ser? Solvente, pagador, puntual, limpio, adecuadamente sociable, poco conflictivo… Alguien fortalecido en su posición laboral y no vulnerable pero manso y dialogante en la interpretación del clausulado, y pulcro y tranquilo en la intimidad, como una graduación de virtudes. ¿No desearíamos todos tener un hijo así y, mejor, un yerno así?
El inquilino paga una renta al prójimo e impuestos al Estado. Y las dos suben. Es un sujeto revolucionario pero, de alguna forma cómica, le pedirán más. Un poco más.
Ahora que todo ‘entra’ con gráficos podríamos representar, en un eje temporal, el momento en que ser inquilino resulte en España más difícil que, por ejemplo, ser juez.
Puede que no estemos tan lejos del día en que conseguir un alquiler exija un proceso selectivo tan riguroso como conseguir una toga. ¿Se fía usted más de alguien a quien alquilan un piso en la Avenida de América o de un juez socialista?
El Estado relaja los principios de mérito y capacidad, y los propietarios los adoptan muy gustosos. Si lo hacen bien, algún día podrán incluso presumir de inquilino con las amistades; y los inquilinos, al menos, sabrán a qué atenerse. ¡Sería muy triste que ser inquilino también dependiera del partido! Al Estado se entra por enchufe, al piso no.
«Fantástico piso de alquiler en aproximadamente Madrid. 21 metros cuadrados muy aprovechados. Cuatro fianzas necesarias. Se realizará proceso selectivo finalizado en entrevista personal. Interesados…».