La imaginación es una facultad portentosa. Gracias a ella, el ser humano es capaz de hacer uso de los verbos en futuro. Anticipar lo que todavía no ha sido: he ahí una cualidad privativa de nuestra especie. Es la imaginación la potencia que nos permite desbordar los límites del ahora y lograr que nos sintamos dueños de una parcela de tiempo que en realidad no nos pertenece. De ahí que la imaginación opere con hipótesis. Prevé escenarios verosímiles y decreta sobre ellos una soberanía posible. Se trata, si lo pensamos bien, de una herramienta formidable en lo que atañe al avance de la humanidad. Sólo quien concibe un bien futuro puede mostrarse dispuesto a planificar su conquista. Hasta el día de hoy, este ha sido uno de los grandes motores de la historia.
Pero la imaginación alberga su propio reverso. Es también una fuente de visiones lúgubres, de temores paralizantes. Ante la posibilidad de ser avasallados por el tiempo que está por venir, nos agobia un exceso de cautelas. Sentimos que las energías menguan, que el espíritu desfallece. Casi sin ser conscientes de nuestro propio retraimiento, hacemos del conformismo nuestro lema vital. Nos aferramos al mal conocido ante la eventualidad de una hecatombe mayor. Preferimos un declive lento, un deslizamiento paulatino, pero casi indoloro, por la pendiente de la disolución, antes que la alternativa de una regeneración brusca pero acaso lacerante.
En épocas como la nuestra, donde la instrumentalización de los miedos permite al poder un minucioso control de las masas, los individuos tienden a que sus zozobras íntimas deriven hacia un estado de profunda y sostenida apatía. Abdicar de su condición de sujeto responsable y entregar a un Estado también en trance de descomposición el completo dominio sobre su vida se convierte, para el ciudadano asediado por las incertidumbres del futuro, en su principal mecanismo de defensa. La agitación externa no es sino el síntoma privilegiado de las múltiples claudicaciones que operan a nivel colectivo. Hay tanta discordia en la superficie como pasividad y fatalismo en los estratos más profundos de la sociedad. Se arremete verbalmente contra el Sistema, se desconfía de él, y, al mismo tiempo, se le venera como el único artefacto en situación de garantizarnos una prolongación de la agonía más o menos llevadera, una supervivencia cada vez más precaria.
Si los períodos de crisis traen consigo una agudización de los miedos, también comportan una rebaja drástica de la capacidad de buscar remedios imaginativos. En el seno de una atmósfera de escepticismo y resignación, los esfuerzos por concebir una realidad distinta a la dada se ubican, por su misma excepcionalidad, en los márgenes de un panorama monolíticamente plano. No importa. Tales esfuezos existen y su índole marginal bien podría entrañar la condición de posibilidad de un futuro diferente.
Esta búsqueda de cauces distintos a un orden de cosas que se nos presenta como inmutable es la que, por ejemplo, ha guiado la redacción de uno de los libros más estimulantes que he podido leer en los últimos meses. Se trata de Soberanismos, de Domingo González, y a través de su lectura se accede a una pormenorizada experiencia de desvelamiento acerca de la concepción del poder que se ha impuesto en la modernidad política de nuestro entorno. La degradación presente, la gradual transformación de los regímenes supuestamente democráticos en sistemas oligáquicos, corruptos e ineficaces, y que operan en los límites de una ambición totalitaria, se entiende a la luz de una línea de pensamiento que el libro acota con una precisión absoluta y un estilo impecable. Sin ese bagaje teórico no resulta posible comprender cómo, en el contexto de una civilización que se erige sobre los pilares de la filosofía griega, el derecho romano y la moral cristiana, hemos desembocado en la configuración de lo que el autor define como «una sociedad inerme de individuos, desactivada políticamente y centrada apenas en los placeres inmediatos y en las satisfacciones propias de la vida privada. Vida privada que, en realidad, no goza de ninguna autonomía, pues también es delimitada por el marco legal diseñado por el Estado».
Sin embargo, el libro no agota su contenido en la descripción del inquietante paisaje que nos circunda. Al propósito de desenmascarar los ídolos letales de la tecnocracia, la gobernanza o el consenso, se une la rehabilitación de un pensador, Johannes Altusio, cuya noción de soberanía, comunitaria y orgánica, defensora de una visión de la política según la cual el gobernante está al servicio del pueblo, y no al contrario, quedó arrumbada a causa de los avatares de la historia. Nada determina, no obstante, que la partida deba acabar así. Soberanismos es el brillante testimonio intelectual de que la imaginación todavía dispone de amplios cauces a través de los cuales dotar de contenido a una experiencia política nueva. «Hablar de bien común —escribe Domingo González hacia el final de su libro— pluralidad, gobierno y subsidiariedad no es invocar el pasado. Es, más bien, explorar las posibilidades reales y concretas de una necesidad propia de toda comunidad política y largamente acallada por un discurso estatal que ha construido una idea de soberanía cada vez más inadecuada a las exigencias contemporáneas. De ahí que otra idea de soberanía sea necesaria. Y urgente».
Es tiempo, pues, de sembrar las semillas del cambio.