Pedro Sánchez ha violado varias veces la Constitución. Alguna vez incluso lo dijo el Tribunal Constitucional. No hay una sentencia que diga que Carlos Vermut haya violado a nadie. Sin embargo, el diario El País ha decidido destrozar la reputación del segundo. Vermut es un buen cineasta. Su cine es tan interesante que en algún momento fue capaz de generar un debate moral en Elvira Lindo —lo confesó ella—, pero tiene que andar corto de amigos. Vermut es tan conocido como para ser alguien (en «la industria»), pero no tanto como para merecer protección.
Tres mujeres denunciaron en El País, que es donde se denuncian estas cosas, haber sufrido violencia sexual por Carlos Vermut. Esto antes sería mucho. Ahora, violencia sexual puede ser un piquito. Como prueba, «el otrora prestigioso diario» (Savater) aporta los chats con amigas. «Me he enrollado con Carlos Vermut». La amiguis denuntiatio o revelación del chat de las amigas como prueba de algo ya es un paso enorme.
Pero lo revolucionario del reportaje es otra cosa. Vivimos el «yo sí (Josie) te creo», el «solo sí es sí», la «violencia vicaria médium tipo Stephen King» por la cual Antonio David agredió a Rociito a través de la hija, usándola a ella como agresora; y ahora nos toca conocer la autonegación, expresada en el siguiente testimonio: «Seis meses después lo volvió a ver, «nos acostamos otras veces, de forma esporádica a lo largo de un año y medio…»». Según las penalistas consultadas, «el hecho violento es independiente de lo que ella decida hacer después». Incluso si ella decide acostarse nuevamente con el individuo.
Carlos Vermut («me gusta el sexo duro») es retratado como si fuera el Estrangulador de Malasaña. Su método no era especial, pero sí sospechoso: unas birras en La Latina, un concierto de Nacho Vegas (¿no notaron aquí las chicas que algo podía salir mal?); unas copas en Malasaña y una invitación a su casa para analizar su propia película. Alguien podría pensar que estamos ante un estereotipo constituido, un «Carlos del Amor in the streets, Carlos Vermut in the sheets», pero la masculinidad cinematográfica más deconstruida ha salido a condenar al «monstruo».
El País, como siempre, va a lo estructural y denuncia la «sexualización de las relaciones de subordinación». Ante esto se proponen medidas: la reeducación del varón, por ejemplo, pero nadie se atreve a sugerir que las mujeres subordinadas moderen su tendencia a acostarse con el jefe o potencial jefe. Quizás la solución sea hacerlas jefas a ellas. Si todo sale mal, siempre se podrá crear un observatorio.
«No debe perderse de vista, sin embargo, que el consenso igualitario sobre lo que podemos esperar del otro en el ámbito sexual no avanza ni de forma lineal ni homogénea», opina El País. Además de crear el concepto «consenso igualitario» (que puede ser el consenso 2.0), esto incide en algo tan propio del sexo como el mismo sexo: las expectativas.
Aquí los gais, un poco ajenos, y con cierto sentido de la superioridad cultural propio del pionero, ofrecen su sistema de codificación. Tomar como modelo la tradición contractual de las orgías, donde, pacta sunt servanda, queda muy claro lo que cada parte puede esperar (tiene que ser muy triste salir defraudado de una orgía).
Esta teoría del sexo, curiosamente, da la razón a Donoso Cortés: a medida que se libera la tutela moral de las relaciones, debe ordenarse de juridicidad.
El reportaje de El País pasará a la posteridad. Por todo. Pero si lo anterior no bastara, sería suficiente con este pedazo de prosa, extraordinario por su elocuencia, que describe mejor que nada el punto en el que estamos: «Fue el primero de una serie de encuentros que se sucedieron durante casi dos años en los que, dice, tuvieron relaciones sexuales «con una violencia» que asegura que no consintió».