«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

Parajodas

10 de enero de 2025

Como los humanos no somos seres íntegramente racionales, es común que pasemos por la vida acarreando un cierto número de contradicciones. No siempre hay una línea que nos lleve desde el punto A (nuestras ideas) hasta el punto B (nuestras acciones) a través del itinerario más recto. En ocasiones nos enredamos por el camino y acabamos en un destino imprevisto. Y ello no necesariamente debido a un oportunista cálculo de conveniencia, sino al hecho de que en el proceso de nuestra toma de decisiones intervienen factores en buena medida ajenos a los cristalinos imperativos de la lógica. 

Ahora bien, llevada esta tendencia hasta el límite nos convertimos en sujetos de todo punto imprevisibles y, en consecuencia, quedamos incapacitados para la vida social. Alguien que tiene por costumbre romper las expectativas que los demás se han hecho sobre su persona pasa muy pronto de proyectar una imagen de interesante atractivo a convertirse en un individuo antojadizo al que hasta sus seres más cercanos terminan repudiando. La convivencia admite sólo cierto grado de imponderabilidad. Más allá de esa linde, uno debe asumir que su proceder ha adquirido un sesgo patológico.

Esto que atañe a la vida de las personas también es susceptible de aplicarse a la esfera de lo colectivo. Una sociedad puede desenvolverse con una determinada cantidad de incoherencias sin que tal circunstancia comprometa su viabilidad. Sin embargo, a medida que acumula contrasentidos su funcionamiento se vuelve cada vez más errático hasta que, alcanzado un punto crítico, colapsa. Una sociedad definida en tales términos es más bien una asociedad, es decir, un conglomerado de individuos carente tanto de vínculos orgánicos como de ideales que galvanicen el esfuerzo común, y donde, en medio de la confusión imperante, cada cual se limita a velar por la preservación de sus intereses particulares.

No hará falta insistir demasiado en que una sociedad desvertebrada, envenenada de desavenencias y corrompida por la aceptación masiva de ideas y principios contradictorios es la que le conviene al poder, cuando el poder es detentado por una caterva de sujetos moralmente deleznables. Se vive de ese modo en un clima de constante desconcierto, en el que no existen criterios a los que atenerse, salvo aquellos que, según dictamine la corriente del momento, resultan beneficiosos para la clase dirigente. Entre tanto, privada de la reserva de lucidez que implica la vigencia de un mínimo sentido común, la gente se vuelva incapaz de distinguir entre verdad y mentira, entre apariencia y realidad. Se tiende a dar por buena la versión de los hechos que ofrecen los míos sencillamente porque son los míos quienes me la proporcionan. Y si esa versión entra en contradicción (¿hará falta añadir «flagrante»?) con versiones posteriores emanadas desde la misma fuente, esto no parece suscitar en la fe del público adepto especiales síntomas de angustia o vacilación.

A este tipo de paradojas, que sumen a la sociedad en una parálisis asimilable al estado de muerte cerebral, el escritor Guillermo Cabrera Infante les aplicó una genial denominación: parajodas. ¿Y cuáles serían —cabría preguntarse ahora— las más reseñables parajodas con que los sufridos habitantes de este país nos vemos obligados a lidiar cada día? Elaborar una lista exhaustiva representaría una proeza inalcanzable. No obstante, permítanme que, como botón de muestra, señale algunos ejemplos del absurdo diario en el que nos debatimos:

-Gastamos millones de euros en una educación pública que ayude al desarrollo social y, a la vez, padecemos unas leyes educativas desincentivadoras del esfuerzo y la excelencia que deberían contribuir a ese mismo desarrollo.

-Se borra la línea que separa lo público de lo privado y, como consecuencia de ello, se institucionaliza la corrupción. Y lo hacen los mismos que se llenan la boca con la defensa de “lo público” como supremo bien colectivo. 

-Nos hablan de la necesidad de abrir las puertas a la inmigración con el propósito aparente de mitigar los efectos cataclísmicos del inminente desierto demográfico mientras, de manera simultánea, se produce la asfixia fiscal de las familias, se fomentan políticas antinatalistas y muchos de nuestros jóvenes deben marcharse al extranjero en busca de un trabajo que les garantice unas condiciones de vida razonables.

-Desacreditan la autoridad de padres y profesores, en realidad de cualquier instancia que no proceda del ámbito político, a la vez que nos fuerzan a vivir bajo la creciente imposición coactiva de sus leyes.

-Se nos adoctrina en el relativismo y en la ausencia de creencias fuertes, pero nos instan a plegarnos a los dogmas de la única ideología que ha sido encumbrada como síntesis de lo políticamente aceptable.

-Se nos envuelve en una retórica melosa de inclusividad y pacifismo mientras los mismos que ejercen ese apostolado biempensante cuajado de bellas palabras pontifican sobre la urgencia de levantar muros tras los que aislar a quienes discrepan.

-Propagan entre la juventud una moral hedonista y emancipatoria, y luego fingen alarmarse por la plaga de la pornografía, la cosificación de la mujer o los índices de consumo de drogas. En definitiva, por la pérdida del sentido de la existencia.

Todo lo cual obedece a una finalidad bien planificada, que no es otra que introducir un principio de caos en la entraña del mundo moral. Cuando la complejidad inherente a la vida social se resuelve en el recurso permanente a la arbitrariedad y la incoherencia, al sostenimiento simultáneo de discursos que se excluyen, se pierde el vínculo con lo real. La gente, confusa y desprovista de capacidad de iniciativa, ya está dispuesta no sólo a admitir cualquier tipo de impostura, sino a entregar las llaves de su propia casa a unas élites, asociales y delictivas, que de inmediato procederán a saquearla. Triste destino por el que desembocamos en el delirio actual. De momento, un paisaje de tierra baldía bajo un cielo inflamado de fuegos de artificio.   

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