Parajodas he dicho, no paradojas…
Cuando empecé a viajar a pie, con el dedo del autostop en ristre, una bota de vino en bandolera y una bolsa deportiva al hombro, bastaba con meter en ella dos pares de mudas y un cepillo de dientes. También, en mi caso, aunque eso ya no fuera de precepto, dos o tres libros de tapa blanda y si eran de los llamados «de bolsillo», aún mejor.
Mi primera aventura andariega se produjo en el verano de 1955, si la cuenta de la vieja no me engaña, y me llevó campos de pan llevar a través de las tierras de Soria y de Burgos. Si ahora volviese a hacer algo así ‒no se inquieten… No lo haré‒ tendría que incorporar a tan magro bagaje un buen manojo de mascarillas para no llamar la atención de la Benemérita. Ese atavío, similar al velo de las mujeres musulmanas, forma ya parte del neceser casero y parecer ser que seguirá en él por los siglos de los siglos. Eso es, al menos, lo que anuncian los virólogos, los médicos, los políticos, las sibilas y los pájaros de mal agüero. Si yo fuese tertuliano de la radio o de la tele ‒ ¡líbreme Dios! Tampoco lo haré‒ diría que las mascarillas «han venido para quedarse». Las frases hechas, por cierto, son un virus tan contagioso como la variante británica de la Covid. Muletilla rima con mascarilla. Ambas dificultan la comunicación. Pero eso es otra historia.
En abril de 1967 llegué a Tokio y lo primero que me llamó la atención en tan exótica singladura ‒entonces aún lo era… Apenas había turistas‒ fue la profusión de mascarillas encasquetadas en los rostros de los viandantes y la extrema naturalidad con la que sus usuarios las llevaban. No era, como enseguida supe, una costumbre reciente ni motivada, tal que ahora, por una amenaza sanitaria. ¡Qué va! Venía de antiguo. Ya dio cuenta de ella Blasco Ibáñez en su Vuelta al mundo de un novelista, que apareció en 1924. Don Vicente llegó a Japón poco después del tremendo terremoto de Yokohama que un año antes devastó la región de Kanto, incendió, derribó o devoró buena parte de los edificios de Tokio y se cobró la vida de ciento cuarenta y dos mil personas.
Nunca, que yo recuerde, al hilo de mis diez años no sucesivos de intensa vida en Japón, supe de ninguna persona más o menos cercana que cogiese la gripe o ni siquiera un simple catarro
Había, pues, no pocos motivos de tribulación en aquel país en el que nunca estuvo Marco Polo, aunque sí los misioneros jesuitas y franciscanos de la Iberosfera, y el novelista los puso de manifiesto en su relato, pero lo de las mascarillas le produjo tanto asombro que llegó a pensar en la posibilidad de que el cáncer de nariz, de labios o de mandíbulas fuera enfermedad genética recurrente entre los indígenas o enojosa secuela de la catástrofe geológica.
No lo era. Se trataba de una medida higiénica que los japoneses, siempre educados, siempre respetuosos, adoptaban motu proprio, sin que mediase imposición alguna, no sólo para evitar infecciones en sus vías respiratorias, sino también, y, sobre todo, para no contaminar las de sus semejantes.
Razón llevaban, por incómoda y ajena a los hábitos occidentales que el uso de esa prenda íntima ‒lo es, aunque no sea de lencería, por su ubicación anatómica‒, resulte. Lo digo porque nunca, que yo recuerde, al hilo de mis diez años no sucesivos de intensa vida en Japón, supe de ninguna persona más o menos cercana que cogiese la gripe o ni siquiera un simple catarro. Tampoco yo los cogí, a pesar del gélido clima japonés y del frío reinante en las casas, desprovistas entonces de calefacción fuera de la muy precaria que suministraban algunas peligrosas estufillas de petróleo o de gas.
No pretendo insinuar que en Japón no existiesen esos alifafes de origen vírico, tan comunes en otras partes, pero su incidencia, a mis ojos de observador profano, era mínima. Y mínima, por cierto, y ahí está el detalle, vuelve a ser ahora, desde hace ya casi un año, en un país como el nuestro, donde la gripe invernal nunca sido dolencia escasa y los catarros menos. ¿Obedecerá ese taumatúrgico prodigio al uso de las mascarillas? En algún rinconcillo de la prensa he leído que en el laboratorio que fabrica el Frenadol cunde la inquietud originada por la drástica caída de las ventas. Yo, obviamente, al no ser farmacéutico, no estoy en condiciones de verificar el dato. Si es un bulo, cargue con la responsabilidad quien corresponda.
Sea como fuere, todo esto da que pensar. La venta de mascarillas ‒más carillas, sí… Ya lo dice el nombre, y perdónenme la broma, que es digna de Fernando Simón, aunque no le hará ninguna gracia a quienes se aferran al IVA para irrigar asesores, bicocas, mariscadas, cotufas y virreinatos‒ es un negocio de colosales proporciones. Y en un país como el nuestro, después de lo que hemos visto y han visto los jueces en las tres últimas décadas, donde el dinero corre siempre huele a chamusquina. ¿Soy un mal pensado? Pues sí. Soy un mal pensado. Que dé un paso al frente quien en Caconia, digo, España, no lo sea.
El controvertido y complejo uso de los bozales, digo, de las mordazas, digo, de las mascarillas, se presta a ser sometido a revisión por el pensamiento paradójico
Que conste, para no dar a pie a malentendidos, que escribo esta columna con la mascarilla al alcance de la mano, por si alguien entra en la habitación, y que también la llevaba en las recientes cenas familiares de la Nochebuena y la Nochevieja, cuyo aforo no superó la cifra de seis personas. Es más: puedo presumir de ser, en lo que atañe a Borregalia, digo, España, un pionero en el uso de la mascarilla. Me había traído unas cuantas de Japón y hacia el año dos mil y pico, harto de ser continuamente reconocido, abordado y acribillado por selfis, cosa que a decir poco me encocora, decidí salir a la calle llevando una con miras a pasar inadvertido. ¡Nunca lo hubiese hecho! El remedio fue peor que la enfermedad. Mi disfraz llamaba la atención, la gente se fijaba en él con más detenimiento del habitual, me reconocía y exclamaba: «¡Anda! ¡Pero si ése es Dragó con una mascarilla! ¿Estará enfermo?». Y se interesaban, amablemente, por mi salud.
Discúlpeme el lector. El controvertido y complejo uso de los bozales, digo, de las mordazas, digo, de las mascarillas, se presta a ser sometido a revisión por el pensamiento paradójico, pero yo me he limitado hoy al parajódico, como diría un argentino. Y lo he hecho porque poco antes de ponerme a escribir esta columna ha llegado a mi domicilio, traído por un mensajero velocipédico, un paquete que no traía remite. Pese al anonimato y a las sospechas de bomba o de antrax, y siempre valeroso o, quizá, por escritor, sólo curioso, lo he abierto. En él había una caja y dentro de la caja cincuenta mascarillas de ésas que llevan un minúsculo herraje metálico en el borde superior. ¿Quién diablos me las envía?
¿Diablos? ¡Perdón, perdón! Ya dije que soy un mal pensado. Quizá el mensajero era un ángel. En cuanto salga a la calle, me pongo una y así me convierto, por fin, como Pepi, Luci y Bom, en un chico del montón.