Bromeaba yo hace algunos años con que, de seguir así, en el futuro, alguien escucharía la Pasión según san Mateo y se preguntaría si el tal Sanma Teo habría sido un concursante de la Isla de las Tentaciones que dedicaba aquella música —¡sin autotune!— a llorar un tórrido romance.
En el último curso académico de la década de los setenta, tras la aprobación de la Constitución del 78, la asignatura de Religión (por aquel entonces no hacía falta especificar lo de «católica») dejó de ser obligatoria para los alumnos. Cuarenta años después —no son tantos—, ya hay gente —demasiada— incapaz de descifrar el mundo que les rodea. Venimos de celebrar una Semana Santa en la que no han faltado las exhibiciones de gañanería ibérica. Desde el atrevimiento que otorga la ignorancia algunos se quejaban de la imagen de atraso secular que daba nuestro patrimonio cultural de cara al extranjero. Otros, esta vez desde la mala fe, se burlaban de los que, en devota procesión, «paseaban muñecos».
Lo explica con bella prosa Julio Martínez Mesanza en el prefacio de la obra de Novalis, La cristiandad o Europa (Rialp, 2021). El poeta escribe en los días en que ardió Notre Dame y su aguja, «esa lanza de fe sobre el cielo de París», se derrumbó entre llamas. Advierte varios tipos de reacciones y no se le escapa diferenciar las provenientes de las gentes descreídas pero que, con verdadera cultura, no sólo valoran la historia de las piedras sino que son capaces de conservar un sentimiento de pertenencia a una tradición, de las que proceden de quienes odian esa fe. Esto últimos habrían visto en el derrumbe de la catedral un sarcástico punto final a una serie de demoliciones —ahora intencionados— que comenzó hace dos siglos y medio.
A Novalis lo que no se le escapa es señalar la matriz protestante de la secularización. El romántico alemán evoca, al tratar de determinar cuándo se produce la quiebra entre la Cristiandad y Europa, los tiempos en los que los hombres eran capaces de vencer al mundo. Aquellos en los que a través de la estimulación de los sentidos el misterio penetraba en sus almas. «La arquitectura y las imágenes, para la vista; el incienso, para el olfato; la música sacra, para los oídos». Las cosas tangibles del mundo abrían deslumbrantes puertas a lo espiritual. Acusado repetidamente de fallar en sus profecías, no está mal haber escrito en 1799 que «el hombre, necesitado de mucho tiempo para promocionarse a sí mismo, no le queda tiempo para la atenta contemplación de su mundo interior». Ni que hubiera diseñado las redes sociales con el objetivo de aborregar al personal.
Y ahí, en la destrucción de la naturaleza humana está, en fin, la clave. El hombre se aleja de Dios y de la trascendencia y enferma de angustia. La sociedad deja de ser el lugar donde se actualiza la humanidad para convertirse en un hormiguero, en lugar de un instrumento privilegiado en el que el ser humano se perfecciona. El orden político moderno, la democracia liberal, vive de presupuestos que no puede garantizar por sí mismo. Desprovisto de otro tipo de apoyaturas, acaba corrompiendo sus propios valores. No lo digo yo, lo asevera el jurista alemán Böckenförde y lo suscribió Ratzinger. El ataque al catolicismo sociológico, lo constantiniano, lo estructural, nos ha llevado al desamparo.
Hay quien no comprende los pilares en los que se funda la civilización a la que pertenecen y ve «muñecos» en la imaginería de Salzillo. Son aquéllos a los que nadie les ha dicho que la naturaleza humana ha sido creada para elevarse a lo sobrenatural, no para encorvarse sobre un dispositivo móvil. Que la belleza es superior a la fealdad. Que la expresión de lo divino y de lo sagrado puede hacer que anide de nuevo en el corazón de gentes en las que no late ni pasado ni tradición, la esperanza.